Sí, hombre, prontito se la ibas a pegar tú al “Roy” en materia de joyas y abalorios. Pues menudo lince era: tenía una vista y un olfato pa los metales y las aleaciones, que ni los podencos con los cochinos jabalines que se ocultan entre las jaras. Y que no se casaba con nadie. Siempre con la verdad por delante y sin pensar en las consecuencias.
-Que la mentira tiene las patas mu cortas y se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Y, amás, qu´es pecao -filosofaba como un Séneca mesetario y místico.
Algún casorio, con el cura, el restaurante y el fotógrafo ya apalabraos por los tortolitos rompió sin querer porque la novia, en un arranque de sentido común y desconfiando de la largueza del galán, y maliciando que se la quería llevar al huerto antes de tiempo con el regalito, le llevaba el anillo de compromiso pa que le echase un vistazo y aquilatara la pieza.
-¿De qué dices que te ha dicho el maromo que es? ¿De oro blanco? Será del que cagó el moro, porque esto es una mierda pinchá en un palo, díselo de mi parte. Alpaca bañá en estaño y va que se mata. Cuarenta o cincuenta duros, sesenta como mucho, de ahí no subo, le habrá costao la alhaja al pollo. Y esto, tirando por lo alto -le espetaba sin compasión el orfebre a la futura, que acogía el diagnóstico convertida en un mar de lágrimas. A tomar por culo la boda.
¿Y cuándo le impusieron en acto solemne, con todas las fuerzas vivas de la villa presentes, la insignia de oro y brillantes del Club de Fútbol (Suerte y gloria a sus guerreros, empezaba la letra del himno) a don Amancio? Ahí sí que se lió una buena. En cuanto el “Roy” le plantó el ojo encima y tanteó la baratija, no se guardó su opinión, no, faltaría más:
-Latón esmaltao y, a riesgo de pillarme los deos en el diagnóstico, cristal de esvarosqui como mucho, don Amancio. Le han engañao como a un chino. Qué poca vergüenza, con lo que ha hecho usté por el clú -sentenció solidario dándole palmaditas de consuelo en la espalda mientras a don Amancio se le ponían como sarmientos las venas del cuello y las sienes por el creciente mosqueo. La cagamos, tía Paca.
Como sería la cosa de chunga que la directiva se dividió en dos bandos irreconciliables de por vida. Desde entonces, los partidos ligueros (con los jugadores sin dar ni una, descentraos de mala manera por el escándalo de la joya) se contaron por derrotas con goleada, con sus terribles y fatales consecuencias: el despeñe sin freno en la tabla clasificatoria y la más negra sombra amenazando el descenso desde la Tercera División, adonde se había ascendido con tanto esfuerzo y sacrificio la temporada anterior, al pantano cenagoso y putrefacto de la Regional Preferente. Pero a toa leche, cuesta abajo y con viento de treinta nudos en la popa.
Fueraparte del tema de los metales nobles, que no pasaba de ser un hobby para él, el "Roy" era mu apañao pa sus cosas, mu responsable en su trabajo cotidiano en la fragua, y por el que había alcanzado justa fama en la comarca: las mulas pardas de por aquí (la madre que las parió, mira que son brutas y cabezonas) le temían más que a una vara verde. En cuanto el mozo les largaba el ronzal y enfilaba calle abajo con ellas (“Iiiaaa, muuula”, las arreaba el gañán con su sonsonete cansino) y oían el repiqueteo del martillo contra el yunque, las pobres mulas, o los burros, o los caballos, que p´al caso es lo mismo, se echaban a temblar. Pero que iban cagaos de miedo se notaba a la legua: esas orejas gachas, ese paso cansino e inseguro, ese mirar resignao ante lo que sabían inevitable… El cambio periódico de herraduras era un amargo trago para las pobres bestias.
Había desarrollao el “Roy” una técnica infalible para ese cometido concreto. Si el ganao colaboraba, no había problema: te quito las viejas, te pongo las nuevas, palmadita en el lomo, un terroncito de premio, y adiós mu buenas, hasta la próxima. Ahora bien; si el animal, receloso y cobardón, reculaba y tiraba p´atrás la cosa tomaba mal cariz para él: al primer aspaviento fuera de sitio (coceo, relincho, rabotazo…), echaba mano de un martillo chiquinino, pero matón: un arma letal que se había fabricado él mismo con cachos sobrantes de hierro, con recortes de obra, como si dijéramos, y que a simple vista parecía casi de juguete, inofensivo, uno más entre tantos: su mango de madera basta, su parte roma por un lado, su puntita por el otro... Pero qué punta, amigos míos, qué punta: cabrona e hijaputa como aguja hipodérmica en culito de bebé.
En cuanto alguno de los equinos (por lo común, machos engreíos y resabiaos, que las hembras son más listas, pero de lejos) se plantaba desafiante, saboteando la labor y como diciendo “aquí estoy, “Roy”, por mi verga que hoy sudas sangre pa cambiarme el calzao como que me llamo “Tropezón”, el herrero, sin prisa, cachazudo, tomándose su tiempo, le pegaba una lenta y profunda calá al caldo de gallina y agarraba la herramienta citada. Le endiñaba un golpecito con el martillo en las ijadas, casi una caricia, por el lado de la punta, y oye, mano de santo, el bálsamo de Fierabrás, el descubrimiento de la penicilina. Si no lo veo no lo creo; ni el cloroformo, tú. Chacho, qué eficacia en el golpeo, qué maestría y precisión en el toque, qué delicadeza en la ejecución… Es que no fallaba ni una el tío. Tenía pillao el sitio exacto, ese que en el argot se conoce como “el punto gatillo”. Parecía un acupuntor chino de los de trenza lacia a media espalda y sonrisilla perenne y desdentada: pum, medicina, "y venga, al tajo, que pa luego es tarde”.
Al animalico se le enturbiaban los ojos de repente (tal que a punto del llanto), y tras la terapia se quedaba achaparrao, sin ganas de na, como jarto de alfalfa, más suave que guante de raso y sostén de encaje en manos y busto de damisela.
Y cómo resonaban las herraduras nuevas en el empedrao de la plaza camino de vuelta al establo.
Lo que también le salían de puta madre eran las rejas. Lo mejor de todo, la especialidá de la casa: las rejas más bonitas que veas en el pueblo, todas, sin faltar ni una, de la industria del “Roy”. No falla. La lista de espera era de seis meses mínimo: de ahí pa arriba. Por no hablar de las tomas del agua, las tapas de alcantarilla, los bancos callejeros o las farolas de la plaza, labores de forja como salidas de mano de orfebre más que de fragua de herrero: qué relieves en los frontispicios, qué armonía y elegancia en los motivos, qué curvas gaudinianas, que sutil sinfonía de remaches y soldaduras… Ya ves tú la tontería: una tapa de alcantarilla, una farola, un banco. Que la pisas y la meas mil veces, o le plantas el culo encima, y no le echas cuenta.
-Pues sí, se ufanaba el “Roy” aceptando orgulloso el halago del interlocutor de turno. Que lo bien hecho, bien parece, y hasta lo más humilde requiere de su cariño, de su paciencia y dedicación. Y que cuesta más hacerlo mal, coño -remataba el artífice.
Trompeta aficionao (de ahí lo de “Roy”; por Roy Etzel, un trompetista cojonudo del que era su más fanático seguidor. ¿No caéis? Sí, hombre: Il silenzio, Melancolía, Goldfinger, el tema de Lara de la peli del Doctor Zhivago… Piezas toas magistrales de la música popular, seguro que las habéis bailao en más de una ocasión, no me digáis que no), los gallos y el sacristán le tenían inquina por competencia desleal, que cuando querían ponerse al kikirikeo, o a tocar el badajo de la campana mayor llamando a la primera misa, el “Roy”, madrugador como pocos, miembro de honor de la cofradía de los insomnes, ya se había encargado de despertar al personal con sus penosos ensayos matutinos.
Que para que hubiera concordia en el pueblo hubo que decirle que ya estaba bien y robarle tres trompetas hasta que desistió de la murga.
Por otra parte, que se jodan los putos gallos. ¿Habrá bicho más cabrón?
Y del sacristán… Del sacristán mejor no hablar, que nos tiene contentos.
Va sumando el Paisanaje.
ResponderEliminarCada cual con su pelaje
y particular sabor.
Y en todos, se ve ese amor
de un padre con su linaje.
Sigo atento al andamiaje
que le va dando el autor.
¡Pero bueno, Antonio, esto ya es para nota!
ResponderEliminar¡Un comentario en verso!
Este lo imprimo y me lo guardo.
Gracias mil.
Un fuerte abrazo.