Me
acuerdo de cómo se marchaba: avanzaba con decisión hasta la puerta, asía el
picaporte con la fuerza de un náufrago buscando la tabla salvadora y tiraba
hacia sí.
Se sacaba el sombrero, nos lanzaba una mirada
equívoca (hoy furibunda, mañana tierna), y agitaba la mano en un último ademán.
Nunca
se sabía cuándo lo veríamos de nuevo.