
Querido Miguel Ángel:
Espero que al recibo de la presente te encuentres bien, yo bien, gracias sean dadas a nuestros dioses tutelares.
Verás, amigo, quería decirte -que ya va siendo hora- un par de cosillas: la primera, que una de las mayores satisfacciones que un libro puede proporcionar a su autor son los lectores.
Esto, pensarás, es de Perogrullo, pero déjame que te explique: a los libros, se dice, se les quiere como si fueran hijos, en cierto modo putativos. Pero como ocurre con los legalmente reconocidos, siempre hay uno por el que, vete tú a saber por qué, se siente un cariño especial. A mí esto me pasa con el segundo de los míos, el primero con mi nombre en la portada que tú conociste.
Porque además, ese libro me proporcionó en su momento un grupo de lectores que casi de inmediato se convirtieron en amigos: me acuerdo de cómo
“Me acuerdo” llegó, a través de Juan Carlos Mestre, a tus manos, y de que tú, apenas acabada su lectura, me escribiste una de las cartas más hermosas que he recibido nunca a propósito de alguno de mis libros.
Y de tus manos, Miguel Ángel, aquellos leves fragmentos de memoria llegaron a las de Mila Bodas (hermosa amiga que también te debo) quien continuó esa relación epistolar (ya tan escasa) a base de cartas manuscritas de una excepcional delicadeza, y que atesoro en mi archivo personal.
Y hete aquí que diez años después me puedo permitir el lujo, con una profunda alegría, de llamaros mis amigos a ambos.
La segunda cosa que quería decirte es que uno de tus libros,
Cartas consulares, tiene para mí un valor añadido y muy especial: sus versos (los tuyos) me empujaron -sin tú saberlo, y esto es lo que me parece más hermoso- a volver a escribir versos después de unos años en que la poesía parecía haberme borrado de su nómina de practicantes. Recuerdo incluso el momento exacto del milagro: una mañana luminosa de verano en una playa de Portugal. Y el primer verso germinado tras la lectura de los tuyos:
Detrás de tu mirada, el mundo tiene otro color..., que daría pie a un poema, y otro, y otro…
Yo es que, ya lo sabes, soy muy raro: mira que llevarme un libro de poesía a la playa. Así me pasan estas cosas.
Y esta en concreto, Miguel Ángel, es una deuda íntima que nunca podré pagarte.
Sólo, acaso, tal vez, con este grandísimo abrazo que ahora te envío.
Elías
XXVIII
Ante el firmamento, mi nombre no merece ser recordado.
Puedo tallar mis palabras más allá de las estrellas, pero ellas no son mi corazón.
Ellas no entienden que la amargura anegue la luz y la atmósfera.
Jamás podrá iluminar las noches, ni curar lo incurable del espíritu,
aquello que siente cómo su cuerpo de hombre desaparece.
Jamás podrá la vida evitar lo perentorio:
morir desconocidos y desconociéndonos
cuando todo está convulso como una ballena varada
que se entrega a lo inevitable de su alma.
Y ella, tan próxima y a la vez tan ajena a mí mismo,
tan propia y extraña, es respuesta y espejo, llanto y diamante.
Única y universal como la sola razón de un linaje,
mi sangre es su gemela,
cetáceo sagrado que sólo responde al misterio de una mirada encallada con mi nombre,
aquel que desconoce su principio y su final,
aquel que aún no ha salvado la vida de ningún desconocido,
aquel que aún no alimenta palabras.
Ante la inmensidad, mi nombre no merece ser recordado.
(Las fronteras)
Octava carta consular o tratado del que describe desconocidas cartas topográficas
Invocarte es dudar del curso de los ríos y de mis arterias.
Siempre deseé la mano invisible de los mensajeros
para destejer la sombra de las fronteras aún no pronunciadas,
para poder escribirte en el idioma de las lenguas muertas,
para ser el aliento de los extraviados que aguardan un sí.
Lejos de los meandros en flor, el aroma dulce de los campos
sabe a la estela incierta de los cargados estambres,
pues al igual que el expatriado intenta tocar el impoluto cielo,
mi edad oscura se aleja de mi costa sin luz ni mandatos,
implorando una tierra que, aunque enferma,
consienta en ser la suya.
Ya no besaré más mis recuerdos,
ya no desearé más lo deseado:
el ruido del desierto es la desnudez;
como el destino, son mis manos;
así es mi voz, pozo y salina de todo,
garganta de mi clamor contra la codicia de los mercaderes.
No me avergüenza el tiempo,
por ello pronuncio con gusto la palabra amigo.
Ha llegado la hora en que de nuevo sea posible
levantar fuertes y atravesar erguidos puentes, barbacanas,
en esta hora en que la vida es ganar tiempo
para continuar recordando.
¿Desde cuándo mis antepasados creyeron en este dios,
desde cuándo guardo una reverberación cautiva,
desde cuándo el hijo es el padre?
Esta es la historia que habita mi existencia;
así da comienzo el silencio
y solamente él lo sabe,
pues cada corazón teje su propia leyenda
y describe sus desconocidas cartas topográficas.
Ganar al tiempo es poner límite al recuerdo,
es buscar a un hombre que hable como un pueblo entero,
es la noche oscura que deja caminar entre sus trochas abiertas
a la irrealidad que nos mantiene,
es abrazar a un hombre
que riega los días con sangre similar a la tuya.
Mi soledad, herida y sanación ajena,
es la parábola por decantar entre las fiebres.
Preguntar por qué es haberse creído un hombre,
ahora que habría de haberme dado cuenta
de que ya ha llegado la era de los descendimientos.
(Cartas consulares) Posdata para los lectores:
Miguel Ángel Muñoz Sanjuán me parece, como diría
otro amigo mío, (además de un excelente ensayista, crítico y editor) un enorme "poeta liliputiense", casi escondido a ojos de los demás (ellos se lo pierden), pero de una hondura y madurez poética que muchos quisiéramos para nosotros.
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