Maldita sea mi estampa. Maldigo el día en que se me ocurrió comprarle aquel cupón.
Terrible error porque a partir de aquel momento mi vida se convirtió en un infierno.
No hacía más que poner el pie en la calle, y allí estaba; en cuanto me echaba la vista encima (algo casi inevitable dado que atendía su negocio justo enfrente de mi portal) a través de aquellas horrendas gafas de pasta color caca y cristales de culo de vaso, abandonaba su miserable tabuco y, sin darme tiempo a llegar al coche, se me echaba encima voceándome la suerte con su cantinela insoportable: Las diez iguales para hoy, las diez iguales para hoy, llevo las diez iguales para hoy.
-Hoy te toca, seguro, hoy te toca. Venga hombre, anímate, cómprame uno, cómprame uno, anda -me asaltaba inmisericorde en cuanto acababa el estribillo.
-No -le dije sereno-: hoy las diez iguales te tocan a ti. Puñaladas, concretamente.
En el fondo, y bien pensado, la culpa es de la O.N.C.E., que pone a trabajar a cualquiera sin que pase el preceptivo examen psiquiátrico.
Y porque si hubiera sido un ciego de verdad, de los de toda la vida, de los de bastón y perrito, estoy seguro de que nos hubiéramos ahorrado este disgusto.
Imagen: Julio López Saguar