Ajedrez. Milenario
juego de mesa que consiste en que un tipo sentado con gesto pensativo mira de
cuando en cuando la cara de un rival que tiene enfrente el cual, a su vez, de
soslayo le mira. Alternativamente, y como atacados por un impulso irrefrenable,
cada uno de los contrincantes mueve una de las piezas del juego sobre un
tablero bicolor, cuadriculado y, acto seguido, golpea un reloj que parece
haberles mentado a la madre, tal es la saña del aporreo.
Ambos contendientes pueden estar así
horas y horas, dale que te pego y erre que erre, pero a raíz de reiteradas
protestas de grupos de derechos humanos ante tan atroz espectáculo y los
sufrimientos que ocasiona en los incautos espectadores, se va imponiendo una
modalidad del juego llamada “partidas rápidas”.
En el fondo, y a pesar del eufemismo, el
mismo aburrimiento, pero a más velocidad.
Aunque parezca mentira (la estulticia
humana no conoce límites), es actividad muy lucrativa: aquellos orates que
destacan en esta insulsa pantomima pueden llegar a acumular en sus cuentas
corrientes suculentas cantidades en alguna moneda de curso legal.
Y no me creáis si no queréis, pero sé de
buena tinta que hay quien se rasca gustoso el bolsillo para contemplar
semejante majadería.
Ítem más: los asistentes al
esperpento, que en otros pasatiempos igualmente deleznables y por el solo
hecho de haber pagado una entrada se creen con el derecho a cometer los mayores
dislates, deben permanecer en sus asientos callados y quietos cual estatuas so
pena de incurrir en la ira caprichosa y tiránica de uno o ambos jugadores que
pueden exigir al juez árbitro incluso la deshonrosa expulsión de la sala del o
los revoltosos.
Imagen: Fischer&Spassky, Campeonato del Mundo, Reikiavik, 1972