Hará cosa de un
mes, en una feria de libros antiguos en Badajoz, tropecé con gran alegría con
este volumen de memorias de Santiago Ramón y Cajal que llevaba tiempo buscando
en cuanta almoneda, tenderete, e incluso mísera lona en el suelo colmada de papel
impreso, me salían al paso.
De él extraigo
este curioso pasaje referido a cuando el gran científico aragonés estuvo ejerciendo
de mancebo de fígaro:
“Harto
conocida es la psicología del barbero para que yo caiga en la tentación de
descubrirla a mis lectores. Nadie ignora que los legítimos rapabarbas son
parlanchines, entrometidos, aficionados a los toros, tañedores de guitarra o de
bandurria; pero no es tan notorio que en su mayoría profesan ideas republicanas
y aun socialistas. Sin embargo, en mi amo quebraba la regla, pues ni tocaba la
guitarra ni era dicharachero; en cambio, entraba en la grey común por sus
radicalismos políticos y sus alardes revolucionarios. Adornábale otra flor, no
frecuente entre la gente del oficio: profesaba la religión de la guapeza. Cuando acudían a afeitarse sus
camaradas de juergas y de rondas, no se hablaba en la tienda sino de riñas,
broncas, punzadas, jabeques y madrugones. Más de uno de aquellos parroquianos
había visitado la cárcel y ostentaba en el pecho honrosas cicatrices y
cuchilladas recibidas cara a cara. Sin ser mi amo jactancioso ni hablador,
cuando venía a cuento y estaba en vena de confidencias, refería grave y
complacientemente las trifulcas y jaranas de que había sido protagonista, y en
las cuales, obrando en defensa propia y siempre en buena lid, había dado buena
cuenta de sí. Lo que él decía: “O ponerse o no ponerse; no soy pendenciero,
pero el que me busca me encuentra”.
Sus
compadres aprobaban sus máximas y celebraban sus bravatas. Por las muestras de
veneración y respeto que le rendían, vine a conocer que el señor Acisclo tenía
malas pulgas. Era, además, entre aquellas gentes autorizado definidor de
agravios y juez inapelable en asuntos de honra y caballerosidad callejera.
La
conversación entre maestro y parroquianos giraba a menudo sobre política. En
ocasiones, hablaban quedo, comunicándose no sé qué noticiones. Nuestra
curiosidad, empero, vencía todo disimulo. Tuvimos noticia de las conspiraciones
de Prim, Moriones y Pierrad, generales desterrados que, al decir de nuestros
contertulios, estaban a punto de pasar la frontera al frente de nutrida tropa
de carabineros y de bravos montañeses de Jaca, Hecho y Ansó, a fin de proclamar
la revolución y derrocar las en aquellos tiempos llamadas ominosas Instituciones.
Aquellos
inofensivos ojalateros (sic)
frotábanse las manos de gusto, saboreando de antemano el triunfo irremisible de
la soberanía nacional y la vergonzosa derrota de serviles y moderados.
Mientras
tanto, la infeliz esposa del barbero, que no compartía las esperanzas de los
conspiradores, antes bien, recelaba alguna vil delación, vivía en perpetua
alarma; temía que cualquiera noche, según ocurría a menudo en aquellos tiempos,
registraran los polizontes la casa y se llevaran al marido desterrado a
Fernando Poo.
A
la verdad, yo no entendía jota de política, pero me seducían zaragatas, jaranas
y marimorenas. Diera entonces cualquier cosa por presenciar un motín o asistir
a la construcción y defensa de una barricada. Además, por instinto atraíame el
llamado credo democrático, que casaba admirablemente con mi exagerado
individualismo y mi ingénita antipatía hacia el principio de autoridad. Como en
el cuento del fraile, me cargaba el prior sólo por ser prior”.
Santiago
Ramón y Cajal
Mi infancia y
juventud, Colección Austral, sexta edición, págs. 112-113