martes, 24 de abril de 2018

Greguerías en "La Rinconada"


Este pasado domingo celebré de manera medio imprevista y sorpresiva un fantástico Día del Libro por anticipado. Rodeado de la estupenda gente que veis en la fotografía (miembros todos del Club de Lectura de la Biblioteca "Torrente Ballester" de Salamanca), y en el lugar que dicen "La Rinconada", nos metimos entre pecho y espalda una barbacoa de mar y monte: verduritas variadas, chocos, pollo a la portuguesa -con cilantro- y costillas a la brasa, regadas todas las viandas con cerveza y el rico vino de la tierra extremeña.
Luego, en la sobremesa, improvisamos una especie de "taller literario" con la lectura de algunas de mis "morerías" y la escritura por parte de los oyentes de las suyas propias: la autora de la greguería ganadora -Mari Luz- se llevó como premio el libro "liliputiense" firmado por todos los asistentes.
La sobremesa, con la tarde dulce pasando lentamente, se alargó casi hasta las nueve de la noche entre risas, cante de coplas y romances, historias varias de unos y otros y viejas palabras en desuso.

Reproduzco a continuación el total de greguerías que surgieron "al amor de la lumbre", con la ganadora en primer lugar.

El juego que más le gusta a mis llaves es el del escondite.

Los zánganos son los gigolós de la naturaleza.

Los libros son las ventanas a las que nos asomamos para evadirnos de nuestro destino.

La corchea le dijo a la negra “nos vemos en el tresillo de tu casa”.

Las alubias con liebre es una comida muy ligera.

Por falta de ingenio, aflojas la mosca.

¡Cóncavo¡ ¡Convexo!, discutían uno enfrente del otro.

Tus ojos son las gafas de cerca con las que me miro. Mis gafas son los ojos de lejos con los que me miras tú.

El cielo es el lienzo de los poetas nocturnos.

No todas las preposiciones son deshonestas.

La falta de ideas se plasma en el papel en blanco.

La música es literatura que no necesita de traducción.

¡Mil gracias a todos -con mención especial a mi queridísima Isabel Sánchez, perfecta anfitriona en tan bello lugar- por el regalo de este maravilloso día, una de esas jornadas para atesorar en la memoria.


domingo, 22 de abril de 2018

Por la boca...


Como a la gran mayoría de los que presumen de matones y perdonavidas se le ha ido la fuerza por la boca, nunca mejor dicho.
Día sí, día también, iba largando por ahí a quien quisiera escucharle que en cuanto me encontrara me iba a hacer no sé qué y no sé cuántos, que si esto, que si lo otro...
Unas amenazas espantosas, no os podéis figurar las barbaridades que soltaba por esa boquita.
Menudo fanfarrón.
Tuve que cerrársela para siempre con el bate de béisbol.
¿Se lo estaba buscando o no?

Foto: Weegee

miércoles, 11 de abril de 2018

Un casco lleno de piojos (Simic)



"El mundo estaba envuelto en llamas y yo me dedicaba a sacarle ruidos chirriantes a mi violín. El niño Nerón. Una vez, de camino al mercado, pasé junto a una cuneta llena de gente a la que le habían cortado el cuello. Después cogí piojos por ponerme un casco alemán.
Esta es una historia que se contaba siempre entre los miembros de mi familia. Recuerdo aquellos inviernos posteriores a la guerra en los que pasábamos hambre y frío. Nos acurrucábamos todos en torno a una estufa de carbón y charlábamos preocupados sobre nuestra situación hasta altas horas de la noche. Tarde o temprano, inevitablemente, alguien sacaba a colación mi casco alemán infestado de piojos para relajar el ambiente con un toque de humor. A los mayores se les llenaban los ojos de lágrimas de tanto reír. Un muchacho lo bastante tonto para andar por ahí con un casco alemán lleno de piojos. ¡Está plagado de ellos! ¡Hasta un ciego los habría visto!
Yo les escuchaba sin decir nada, fingía que me hacía tanta gracia como a ellos, afirmaba con la cabeza mientras para mis adentros me decía que no eran más que un puñado de imbéciles. Ellos, por supuesto, no tenían ni idea de cómo me había hecho con el casco y no iba a ser yo quien se lo contase.
Fue al día siguiente a la liberación de Belgrado. Estaba en el recinto ferial junto a la iglesia de San Marcos con unos muchachos mayores que yo, sin mucho que hacer, husmeando por ahí. Entonces, de pronto, los vi: dos soldados alemanes, obviamente muertos, tendidos en el suelo. Nos acercamos para verlos mejor. No tenían armas. Les faltaban las botas, pero había un casco que había caído al suelo. No recuerdo qué hicieron los otros, pero yo fui directo a por el casco. Me acerqué de puntillas procurando que los soldados muertos no despertaran, mientras mantenía la mirada apartada. No llegué a verles la cara, aunque a veces tengo la sensación de que sí se la vi. De todo lo demás que sucedió en aquel momento guardo un recuerdo intensamente claro".

De La vida de las imágenes (Charles Simic), Vaso Roto, 2018