miércoles, 31 de marzo de 2010

Homenaje a la cursilería




Los botones de tus pechos,
los ojales de mis labios.

martes, 30 de marzo de 2010

"Poemas plagiados" - Esteban Peicovich



“Cuando Esteban Peicovich caminaba hacia el este del Edén, antes que nada se encontró con el silencio. […] En los infinitos cruces de caminos en la arena a veces también aparecía la figura de un cero trazado con un dedo en la arena junto a un dado que era la brújula del tiempo. Por medio de uno de esos dados Esteban Peicovich se orientó hacia un lugar que no era un espacio físico sino sólo una ciudad que Caín había construido con palabras heréticas, heterodoxas, marginales. Se llamaba Babel y todos sus habitantes se dedicaban sólo a hablar, a forjar cuchillos, a tocar variados instrumentos de música, creando con ellos otros sonidos que introducían en el interior de las palabras formando sus ritmos. Babel sólo se regía por una ley: las palabras eran propiedad de todos. El genio consistía en repetirlas con amor, aunque otro las hubiera inventado.
Esteban Peicovich sabe todas estas cosas”.

(Del prólogo de Manuel Vicent)



La falta de pasión (47)*

"Lo que ocurrió es que apenas el hierro atravesó las primeras capas blandas de la muñeca, el pulgar se dobló, saltando hasta colocarse en dirección opuesta a la de los cuatro dedos, que sólo se doblaron ligeramente.
La herida en la muñeca es la mejor definida. Sus bordes son netos y la sangre brota oblicuamente de ella. La muñeca derecha fue la más torturada mientras que la izquierda quedó clavada con rapidez y precisión. Una vez clavadas las muñecas, el madero fue izado, lo que provocó la caída del peso del crucificado hasta que fue frenado por los hierros que atravesaban sus muñecas. El frenazo dejó tenso el brazo, a un ángulo de 65 grados, con el palo vertical. Si repartimos el peso del cuerpo entre ambos brazos -40 kilos cada uno- la fuerza de tracción ejercida sobre el brazo equivale a 95 kilos.
El hundimiento del hombro derecho pudo deberse a una deformación profesional derivada del trabajo ejercido por el galileo durante veinte años como carpintero.
El verdugo se valió de dos clavos: uno para cada pie".

(Extracto del informe de los doctores Cordiglia, Ricci y Barbet sobre las radiografías tomadas a la Sábana Santa de Turín).


Petite historie (56)

"Imaginemos la Historia de la vida terrestre comprimida en un año.
En esa escala, los ocho primeros meses estarían desprovistos de vida.
En septiembre, virus y bacterias.
En octubre, las medusas.
Los mamíferos recién en la segunda semana de diciembre.
Y el hombre,
tal como lo conocemos, entraría en la escena,
aproximadamente sobre las 23:45
del 31 de diciembre".


(Un símil de la edad de la Tierra dado en un libro de historia para ninos).


El hueco de la cabeza (114)

"Tras la noche, vuelve a su ser".

(Así me transcribió un empleado de El Corte Inglés, de Madrid, la excelencia -heideggeriena- de una almohada que no perdía su forma).


Textos extraídos del libro "Poemas plagiados", de Esteban Peicovich.
Ed. Germanía, Alzira, 2000.

* Los números entre paréntesis indican el orden en que aparecen en el libro.

“Estos "Poemas plagiados" son una colección de sapos convertidos en príncipes, gracias a la mirada de un poeta. [...] Lo que Peicovich hace es transcribir genuinos poemas que ha encontrado, ya hechos, en los lugares más dispares. Proclama así que lo artístico acecha, más o menos patente, en lo escrito o lo dicho sin pretensión estética alguna. Y es que la poesía vive silvestre y muchas veces en los libros de versos es el único sitio en que no está”.

(Del epílogo de José María Parreño)





Esteban Peicovich nació en 1930. Autodidacta. Poeta. Periodista. De pesador de chilled y frozen beef en un frigorífico de La Plata (12 años) pasó a redactor, columnista y crítico de cine en el diario Clarín. Como enviado de ese medio al extranjero recibió el Premio Nacional Kraft al mejor periodista de diarios de 1963.

En 1964 fue nombrado secretario de redacción de La Razón. Entre 1974 y 1987 fue corresponsal en el exterior y a su regreso al país, presentador de programas de televisión y radio. Entre ellos Los Palabristas. Desde 1995, Peicovich es columnista del diario La Nación.


Su obra literaria y periodística incluye: Palabra limpia en mí (1960), La vida continúa (1963), Hola Perón (1965), Historia viva (1966), Introducción al camelo (1970), La poetisa analfabeta (1974), Reportaje al futuro (1974 España), El último Perón (1975 España), Instrucciones al pavo real (1993, Argentina), La bañera azul (1995, España), Poemas plagiados (2000, España), Gente bastante inquieta (2001, Argentina) y Así nos fue (2002, Argentina).

lunes, 29 de marzo de 2010

Por narices

 
Nariz. Órgano del olfato de diversas apariencias y tamaños. 
En el género humano, válvula de escape de pensamientos en forma de secreciones gelatinosas y cómplice habitual de los dedos índice y meñique, tanto diestros como siniestros. 
Es digno de observar cómo ese maridaje entre dedos y nariz se manifiesta con inusitada frecuencia en atascos de tráfico, semáforos en rojo y señales de stop, amén de en otros momentos, igualmente fuera de lugar, sin distinción alguna de clases sociales. 
El producto resultante de dicho encuentro (con formato sólido o líquido, según casos y situaciones) tiene un nombre asaz curioso compuesto de dos consonantes y una vocal repetida, y que tanto puede mover a la risa como al asco.




domingo, 28 de marzo de 2010

Púrpura



Púrpura

en el vestido otoñal de la parra virgen,
en la sonrisa del carpintero de ribera,
en el descanso de quien venga una afrenta,
en la estupidez de los pedantes,
en el susurro quemante del viento solano,
en el pico del tucán y el sexo del mandril,
en la lava derretida del volcán,
a la indiferencia de la bella y el vanidoso.

sábado, 27 de marzo de 2010

¿Juegas?

Me acuerdo - Puerto Gómez


Hace un tiempo, en unos correos que crucé con ella, encontré un "me acuerdo" que me impresionó vivamente. Le pedí a Puerto que me enviara alguno más para publicarlos en el blog y ella, amablemente, accedió gustosa y rápida a mi petición.
Aquí quedan con mi agradecimiento.




Me acuerdo de un viejo aparato de música que nos inundaba con sus rancheras y mariachis, mientras mi madre, a fuego lento, distribuía caricias y preparaba la comida.

Me acuerdo de sus palabras turbadoras y su aliento suave. Recuerdo su piel caliente y su boca traicionera. Invoco sus besos adictivos, su olor adherido a mi piel y algunas noches me asaltan sus caricias infieles. Su cara y su nombre, en cambio, los olvidé.

Me acuerdo de que tenía que hacer algo en la habitación. Ha sonado el despertador, creo haberlo puesto yo. Sobre la cama esperan una camiseta y un pantalón vaquero recién planchados. Sin duda he de ponérmelos, sin duda eso era lo que urgía. Oigo el motor de un coche acercarse. Miro por la ventana. Es Juan. Me acuerdo de que tenía que hacer algo en la habitación. Suena el claxon.

Me acuerdo de sus pasos torpes siguiéndome de camino a la escuela, de sus manos trémulas paseándose por el tablero de damas, de su cabeza nevada detrás de un libro con ilustraciones de dragones. Y de su brutal ausencia que me arrancó de golpe del sueño de la infancia. Si me acuerdo, es que ahora mis manos tiemblan, arrastro los pies, mi pelo blanquea y unas risas infantiles revolotean alocadamente a mi alrededor.




Puerto Gómez Corredera es licenciada en Filología Anglogermánica por la Universidad de Extremadura y se ha doctorado en Filología Hispánica por la Universidad de Pau (Francia). Desde entonces se dedica a la investigación teatral y ha publicado varios artículos, en particular sobre el teatro de Unamuno. Es cofundadora del grupo teatral de estudiantes Théâtraltitude y ha trabajado como profesora de instituto y en la Universidad de Pau. En la actualidad coordina la sección de poesía de la revista digital En Sentido Figurado.

viernes, 26 de marzo de 2010

Sistema bancario


Banquero. Salteador con traje, corbata, gemelos, maletín y sueldo indecente.
Usurero con todos los beneplácitos legales que, retorciendo aún más el clásico y arraigado concepto de usura, también te cobra porque tú le prestes dinero a él.
El eufemismo al respecto es “comisión por servicio”; la expresión correcta, "atraco a mano armada".
 


Hipoteca. Dogal invisible y eterno de alguien que, en su loca ilusión sin fundamento, se cree propietario de algo.
Su brazo armado en Europa occidental, por mal nombre el Euribor, y a pesar de su relativa juventud y vigencia, tiene ya más víctimas a sus espaldas que la peste bubónica, la gripe española y el cólico miserere juntos.



Factura. Parásito destructor de apariencia liviana y letal eficacia, adherido de por vida, y para desazón perpetua, a nuestras finanzas.


Ahorro. Supina estupidez financiera que consiste en acumular bienes y riquezas a base de sufrimientos y privaciones para que otros los disfruten sin tasa tras tu óbito.

(Imagen: El Roto)

jueves, 25 de marzo de 2010

El jamón


La pata del guarro lucía lustrosa en el jamonero. Parecía, con las ristras de ajos y pimientos secos colgando por encima y el cuenco con las cebollas rojas a un lado, un bodegón de museo: el corte perfecto, sus vetitas de rica grasa bien repartidas por entre la carne rojiza y prieta, su tocinillo abrazándola con cariño… Apetecible de verdad.
No sé si es que el camarero me tendría manía o qué, pero el caso es que siempre que le pedía una ración (el jamón es que me vuelve loco), las lonchas que me servía en el plato parecían peces resecos en la orilla, suelas de zapato, osamentas en un desierto... Para mí que el tío se iba siempre a propósito a la parte más tiesa de la pata en cuanto escuchaba la comanda tan solo por el gusto de hacerme la puñeta.

Para más inri, los vecinos de barra no paraban de hacerse lenguas de la exquisitez porcina: que si cómo está el jamón; que si cojonudo; que si para chuparse los dedos; que si a mí del guarro me gustan hasta los andares… Esos lugares comunes donde a uno le gustaría estar, no digo todos los días, porque unos salen buenos y otros no tanto y unas veces se puede y otras no, pero sí darse una alegría de vez en cuando. Que tampoco es pedir demasiado, vamos, me parece a mí.

Y aunque uno no es de mucho protestar y se come lo que le echen (que me lo enseñó mi madre desde chiquinino) todo en la vida tiene un límite, a ver si no.


El día de autos, harto ya de sus desplantes, salté la barra, agarré el ya casi esqueleto del "pata negra" por la parte de la pezuña y, a pesar de que él tenía el cuchillo en la mano dándoselas de espadachín, no me amilané; tras el primer amago, y mientras en una finta digna de un peso medio esquivaba su mandoble defensivo, se lo estampé de lleno en la sien.

Cayó redondo.

K.O. en el primer asalto.

Lo que nunca podré perdonarle es que me hizo aborrecer el jamón.

Y eso sí que no.

miércoles, 24 de marzo de 2010

"Cinema Paradiso"




Ayer, leyendo un precioso artículo en el estupendo blog de Daniel Domínguez, La escuela de los domingos, se me empezó a venir a la mente este antiguo "Me acuerdo" que publiqué -cuando todos éramos quince años más jóvenes- en la revista extremeña de cine "V.O.".
Luego, cuando leí el comentario de Madison a dicho artículo, ya no tuve dudas; me puse a buscarlo y hoy lo cuelgo aquí, a ambos dedicado.


"Cine, cine, cine, cine, más cine por favor..." Luis Eduardo Aute
Me acuerdo de Chaplin y de Groucho, de Bogart y de Ingrid, de la Hepburn y de Welles, de aquella primera escena de la historia del cinematógrafo en que unos obreros salían de una fábrica, de los hermanos Lumière, de los hombres y mujeres que creían firmemente que todo aquello era cosa del diablo, de los que se sentían estafados porque cómo era posible que ese mendigo fuese la misma persona que el príncipe de la semana antes.

Me acuerdo de los programas dobles en las tardes de domingo, cuando el tiempo era un tedio amarillo y hasta los sueños escaseaban, de acomodadores con uniforme de almirante que blandían una linterna de petaca y marcaban un camino en la oscuridad que no era prudente abandonar, del perfume atomizado con un pulverizador de tracción animal, del terciopelo ajado del salón.
Días de épica y mares procelosos, de safaris y comanches, de gánsteres y dragones, de polis, romanos y piratas.

Me acuerdo del estruendo de las pipas en el silencio espeso de la sala, de los pateos, rechiflas e insultos dedicados al operador cuando cortaba el momento del beso dejándonos con la miel en los labios, del gallinero y la fila de los mancos, del visite nuestro bar, en aquel firmamento en technicolor que nos hipnotizaba para varios días.

Me acuerdo de Cantinflas y Jerry Lewis, de Bela Lugosi y Boris Karloff, de "La conquista del Oeste" y "El puente sobre el Río Kwai", de un taquillero siniestro y una taquillera guapa, de las diez pesetas de la entrada.
Tardes de lírica y amores imposibles, de romances frustrados y valses deslumbrantes, de Fred Astaire y Ginger Rogers, de Robert Taylor y Mirna Loy, de Gene Kelly cantando bajo la lluvia.

Me acuerdo de los cucuruchos de palomitas y los cigarrillos a escondidas, de besos clandestinos y caricias fugaces, de lágrimas y puñetazos.
Noches trágicas de acción y misterio, de intriga y terror, de policías tozudos y asesinos implacables, de espías astutos y viajes intergalácticos.
Y me acuerdo de las comedias de Wilder y las intrigas de Hitchock, de Tarzán y de Espartaco, de Indiana Jones y Woody Allen, de la lluvia y la tristeza a la salida.

martes, 23 de marzo de 2010

Milagro

Para Mila Bodas y sus vencejos



Al alero de mi tejado le ha crecido un mirlo. 

Corte de pelo (3) Eusebio


En el barrio todo el mundo sospechaba que Benito guardaba algún oscuro e intrincado secreto. Un par de veces al año desaparecía como por ensalmo del negocio durante algunos días y, a pesar de las insistentes pesquisas vecinales, no había manera de saber su paradero, adónde coño habría ido, qué puñetas andaría haciendo el barbero por ahí, qué oscuros propósitos estarían detrás de sus ausencias. Nunca se le veía marcharse ni regresar. Un misterio que, vista la dificultad de la resolución a pesar de las múltiples intentonas para encontrar la respuesta, que en mi barrio siempre hemos sido muy curiosos, a algunos los traía a mal traer. Había, claro está, todo un arsenal de hipótesis, teorías y suposiciones para tratar de desvelar el intríngulis del asunto: desde las más beatas y meapilas ("Será alguna promesa"), hasta las más concupiscentes, y dañinas, y malpensadas ("Estará de putas por provincias"), pasando por algunas de esas medio pelo ("Habrá ido al médico, que últimamente no tenía buena cara"). O, tirando ya por la tremenda, "Se le habrá muerto algún pariente". Vale, pudiera ser,  a todo el mundo se le muere un pariente de vez en cuando, es ley de vida, pero ¿siempre tres o cuatro veces al año? Aquello olía a chamusquina de la buena, a mí que no me digan.
Su mujer, la señora Reme, a la que una vez sorprendimos pasándose la navaja por el bigote con una soltura que denotaba costumbre, si algo sabía era una tumba, no soltaba prenda ni muerta. Por eso, el día en que Benito regresaba a su negocio con una especie de sonrisilla de satisfacción adornándole el rostro (adusto, y aun agrio, de común), la clientela necesitada de arreglo capilar, y hasta la que no, crecía de manera alarmante, ávida de noticias:
-Y... ¿qué tal, Benito, cómo ha ido la cosa? -soltaban el anzuelo los habituales aparentando indiferencia mientras se reconcomían por dentro, muertos de curiosidad.
-Bien -contestaba lacónico el peluca esquivando la carnaza.
-¿Y por dónde has estao todo este tiempo? -insistían los detectives con el interrogatorio.
-Por ahí -respondía el Benito, inconcreto y áspero-; de vacaciones.

Había que ver la cara de pasmarotes que se les ponía a los fisgones al escuchar la palabreja. Porque, que se supiera, en mi barrio la gente no se iba de vacaciones. Por decir algo que se le pareciera, el personal se largaba unos días al pueblo a echar una mano en la siega o la matanza, a pisar la uva o escardar cebollinos, a levantar alguna tapia o sanear el establo del abuelo... O sea, a seguir trabajando. Y de gratis. Como mucho, comida, cama y algo de chacina en especie para la vuelta pero sin ver un duro ni en pintura. Pero vacaciones… Amos, anda, a otro perro con ese hueso.
-Ya, ya -replicaba algún osado con incrédulo retintín-; ¿conque de vacaciones, eh?
-Pues tú sabrás, listo, que eres un listo -soltaba Benito cortando la malévola indagación en seco.

Durante esos días en que el maestro se esfumaba como por arte de magia, se quedaba al cargo de tijeras, brochas, navajas y bacías el Eusebio, un mancebo que estaba todavía como a medio hacer; quiero decir, que era un zangolotino de escasas luces y aun menos pocas dotes al que, cuando la cosa apretaba, Benito mandaba llamar para que le echara una mano con la faena y se fuera espabilando en el oficio practicando con los mocosos. Con nosotros, vamos, que éramos de poco protestar, no nos fuera a caer otro sopapo traicionero en el cogote por abrir la boca a destiempo.

El Eusebio era para verlo: flaco como un fideo, la faz invadida de granos purulentos, escaso y desparejo de dientes, hosco de voz y trato… Benito a su lado era el rey del mambo, la alegría de la huerta, el Gene Kelly cantando bajo la lluvia.

En esa temporada de “vacaciones” del maestro (¡¿pero dónde cojones se metería?!) los activos del negocio cotizaban a la baja. Natural: el aprendiz se pasaba el día mano sobre mano, silbando y chistando a los canarios que se acurrucaban achantados al fondo de la jaula cuando veían acercarse aquella boca abierta y amenazadora como cueva tenebrosa, bebiendo del botijo, mordiéndose las uñas, hurgándose la napia con saña o barriscando el local con desgana...
También visitaba con más frecuencia de la aconsejable (a menos, claro, que padeciese de incontinencia urinaria o diarrea crónica, lo que ni nos constaba ni parecía ser el caso) el rincón que servía al tiempo de excusado y escobero y de donde salía acalorado y nervioso, la mirada como ida y rascándose los granos de la cara con fruición insana, igual que perrillo tiñoso espantándose las pulgas.
-Eusebio, hombre -le decíamos cuando lo veíamos aparecer así, encelado y bermejo-, déjalo ya, no le des más al manubrio que te vas a quedar ciego, que nos lo tiene dicho el cura.
Él, claro, emperrado en lo suyo, no nos hacía ni puto caso: la naturaleza, con su irresistible llamada carnal, con su tam tam concupiscente y cansino, con sus lascivas tentaciones, lo tenía bien agarrado. Por los huevos, nunca mejor dicho.
Poco sospechábamos que en breve también nosotros seríamos llamados por ese comecome y que de nada nos valdría hacernos los sordos: cuando ese teléfono sonaba había que descolgarlo sí o sí.

En cuanto a pelar, lo que se dice pelar, pelaba más bien poco: algún que otro desdichado con mala suerte llevado casi a rastras por su madre para sanear casi hasta la raíz la mata insurrecta de pelo, escondite y morada de piojos. Así que lo de tirar de brocha, jabón y navajilla para rasurar al completo o retocar con un mínimo de arte alguna barba, bigote o patilla ni se le pasaba por las mientes.

Mientras el aprendiz preparaba los bártulos para la faena bien podía suceder una de estas dos cosas, a saber: que el desventurado infante al que le hubiese tocado la china de pasar aquel calvario pataleara y se defendiera como un poseso, llorando cobardemente a moco tendido hasta ser maternalmente reducido a base de pescozones y amenazas, o que se quedara paralizado de terror, rígido como losa de mármol, como plancha de acero, como tapia de hormigón, como res bobalicona después de recibir la descarga en el matadero, al tiempo que caía, sumiso y fofo, en las garras del torpe mancebo.

Aquella pobre víctima, que los demás mirábamos con tristeza y conmiseración a través del cristal de la puerta mientras se llevaba a cabo el delito (nos imaginábamos en la misma situación y nos entraban unos temblores que para qué), movía a la piedad. Pero nos duraba un suspiro tan noble sentimiento: apenas el tiempo justo de su estancia en el local y la tortura consiguiente bajo las escasas artes del fideo con granos. En cuanto el mártir salía por la puerta palpándose tristón y resignado las mataduras, nos echábamos en tromba sobre él al grito de “el que se pela, se estrena”, mientras le sacudíamos a modo una ristra de guantazos y sopapos en el pescuezo expedito e indefenso. Un rito, medio bárbaro, medio festivo, del que ninguno escapábamos y que todos soportábamos mal que bien sabiendo que más temprano que tarde, y para nuestra desgracia, también nos tocaría a nosotros.
Trasquilones, pellizcos, cortes, escoceduras… El que entraba a la fuerza
en el establecimiento, porque voluntario ni pensarlo, y caía en sus manos calamitosas, salía de allí hecho un cristo. Como os lo cuento.
Eso, los chavales, que no teníamos más remedio que tragar (a la fuerza ahorcan) con la, llamémosla así, amarga medicina. Porque los hombres ni se arrimaban por el local: pasaban del Eusebio igual que del aceite de ricino. Se aguantaban la barba y las greñas como jabatos el tiempo que hiciera falta esperando al maestro, a quien, durante una semana más o menos después del regreso, y mientras no le calentaran la cabeza o le tocaran los cataplines con preguntitas y puñetas sobre la ausencia, se le veía especialmente jovial, vaya usted a saber por qué.
Y eso, el no saber a cuento de qué del contento del Benito, los carcomía.

lunes, 22 de marzo de 2010

Pilar Galán, porque sí




Alguien -no diré quién, se dice el pecado pero no el pecador- me ha hecho notar la notoriedad de escritoras compinches que últimamente aparecen en este blog. Sí, bueno, ¿y qué?

Como decía Whitman acerca de quitarse el sombrero, yo también incluyo en él a quien me da la gana. Y no por capricho, líbreme Dios de ciertas veleidades, sino porque considero realmente que todas ellas son magníficas escritoras.

Y además, son mis amigas. ¿Pasa algo? Pues eso.

Hoy quiero dedicarle esta entrada a Pilar Galán porque sí. Por lo ya comentado; porque es una magnífica escritora, una extraordinaria conversadora, una compañía impagable...
Y también, sí, porque tengo la suerte de tenerla como amiga.

Estos textos son sendos artículos publicados en el periódico "Extremadura" que ella me ha permitido reproducir aquí.

Gesto que yo le agradezco porque también considero que con ellos esta ventana recibe más luz.


Gestos

Los gestos marcan nuestra vida más que las grandes gestas. Se puede aparecer en los libros de historia por haber descubierto América, pero a lo mejor lo único que te importa es el recuerdo de una caricia o el sabor de una comida de la infancia. Existen gestos comunes a casi todos: el primer beso, la torpeza increíble de esos labios que no parecen tuyos, el primer amor y sus desdichas, el cigarro compartido que provoca náuseas a la puerta del instituto, sacarse la camisa por fuera y pintarse los labios en el espejo del ascensor para que no lo descubran tus padres, el tartamudeo del dedo recorriendo emes por la cuadrícula azul de un cuaderno olvidado. Más adelante aparecen otros rituales que conforman nuestra vida, como la primera vez que agarras un volante como si fuera una tabla de salvación, o ese momento en que agarras a alguien igual que en tu primera clase en la autoescuela. Gestos de ira, de cariño, caricias aprendidas por manos que firman hipotecas, declaraciones de amor, contratos de trabajo o cheques sin fondo. Gestos que compartimos o que son solo nuestros, o al menos eso creemos para sentirnos distintos y a la vez cercanos; gestos que marcan transiciones en la vida, como acunar un niño, teñirse las primeras canas, leer con miedo el resultado de unos análisis. Y por último, gestos que te enfrentan con el espejo, como esa noche, quizá ayer mismo, en que arropas con cuidado el cuerpo castigado por los años de quien te arropaba en tu infancia. Hay en ese momento un tributo callado al paso del tiempo, una entrega de testigos en la carrera agotadora, dichosa y extrañamente circular que constituye la vida.



Extremaunción laica

Justo cuando acabo de salir de un mes de comuniones profanas y bodas seglares, me entero de que existen los bautizos laicos. Hace tiempo que asisto alucinada al espectáculo de familias no creyentes que celebran por todo lo alto ritos que no comparten, que si por los niños, que si por la suegra, con la misma vieja excusa de las Navidades. A nadie le gustan pero todos acabamos por caer en la rutina impuesta de compras, comidas y cenas. He visto comuniones con pobres niños embutidos en trajes de esos que pican, rodeados de consolas, móviles y reproductores de música de última generación. Y novios que acudían a la iglesia riéndose de la ceremonia, aunque se habían dejado un sueldo en engalanar el sitio supuestamente despreciado. Y ahora, rizando el rizo, bautizos laicos, para dar la bienvenida al nuevo ciudadano a la sociedad democrática, como si nacer aquí no fuera ya suficiente fiesta con la que está cayendo en otros países. Si se trata de festejar lo que sea, se me ocurren otros motivos, el día de la suegra, el cuñado o la tía segunda, y así contentamos a todos. Pero si intentamos ser originales y mezclar churras con merinas, sacramentos y festines, yo propongo la extremaunción laica, por ejemplo, para que los seres queridos abandonen el mundo democrático con alegría y regocijo. Se elegirían padrinos, se recitarían poemas, y se vestiría al agonizante con mortaja de puntillas. Y se podrían regalar ataúdes de diseño, mientras comemos y bebemos, con la ventaja añadida de que no tener que aguantar discursos del homenajeado. Todo se andará, solo hace falta que una oveja empiece, y las demás formaremos rebaño.





Pilar Galán ha ganado, entre otros premios, el "Miguel de Unamuno", "Cuentos de invierno" y "Helénides". Ha publicado los libros de cuentos: El tiempo circular (ERE), Túneles (Alcancía), Manual de ortografía, y Diez razones para estar en contra la Perestroika, así como las siguientes novelas: Pretérito imperfecto, Ocrán-Sanabu y Ni Dios mismo (todos ellos en De la luna libros). Escribe una columna semanal -"Jueves sociales"- en el periódico "Extremadura". Textos suyos han aparecido en las antologías: Relatos relámpago, Sabor de amor, Ficciones, Relatos al atardecer e Ídolos; y en revistas como Turia, El espejo, Muchocuento, La luna de Mérida o Mangaancha.
Ha publicado también la obra de teatro Los pasos de la piedra y su última novela, Grandes superficies, acaba de aparecer en De la luna libros.

Coda: Obsérvese el gesto de la no besada, un gesto entre de envidia fastidiosa y "os vais a enterar no tardando mucho vosotros dos como que me llamo Marisa".

domingo, 21 de marzo de 2010

Poéticas difusas




Estoy, por lo general, en contra de las poéticas; el poema se explica por sí mismo o no se explica. Y si esto es así, como tal me parece, toda poética es un artificio inútil, mandobles al aire, espuma fugitiva.


En la poesía y en la música -como en ciertos templos sagrados- hay que entrar descalzos, en silencio, respetuosamente.


La poesía no se escribe con certezas, sino escarbando en las heridas.

(Imagen: Elías Moro)

sábado, 20 de marzo de 2010

Irazoki en Badajoz



Conocí la obra de Francisco Javier Irazoki, gracias a la recomendación de Álvaro Valverde. Había leído de él, "Los hombres intermitentes", uno de esos libros que impactan en la primera lectura y no dejan de hacerlo cada vez que te acercas de nuevo a sus páginas, a sus versos, a esa prosa poética que estremece y emociona.
Y andaba ahora enfrascado con "La nota rota", un delicioso ramillete de biografías de músicos que él considera, por diferentes motivos, rompedores en su mundo.
Así que tenía esta fecha señalada en mi calendario desde hacía meses, cuando supe que el 16 de marzo estaría en Badajoz leyendo sus poemas en el MEIAC.
140 kms de ida y vuelta, 140 motivos felices por haber asistido a esa lectura y gozar, en compañía de otros buenos amigos (Quique, Paulete, Eduardo), de su presencia y conocimiento, de su palabra y abrazo(s).
Él se define como "un pequeño coleccionista de asombros, un atleta de la mirada".
Dejo aquí para vosotros, con su permiso, y como constancia de lo que digo, un par de muestras de su escritura, dos poemas de "Los hombres intermitentes":


Antes de los claveles

Aprendí el lenguaje de los sordos gracias a unos hombres que huían de la pobreza. Llamaban golpeando suavemente la puerta, y yo veía por una rejilla aquellos rostros asustados. A menudo enfermos, sus gestos dibujaban las lindes de Francia.
Los portugueses no nos pedían ayuda en verano; esperaban que un viento frío recluyese a nuestros guardias en los cuarteles. Y quienes no sabíamos predecir la conducta de ninguna nube nos orientábamos al distinguir en los montes la capa verde del agente o el tabardo descosido del inmigrante. Eran dos penurias enemigas que el contrabandista alumbraba con una linterna.
Sus visitas significaron para los niños el descubrimiento de la humildad y el rostro cetrino. Los adultos hablaban entre dientes contra dos tiranías y acordaban un precio antes de dirigirse a la frontera que explicaban con sus dedos. Mis parientes y vecinos los guiaban en expediciones nocturnas a través de los bosques, y con frecuencia debían cargar sobre los hombros el cuerpo de alguien herido.
A veces un prófugo moría en el río Bidasoa y cruzaba hinchado las pesadillas infantiles.
Años después conocí escritas las palabras que los visitantes no me dijeron, y soñé que acompañaba a mis familiares en el tráfico de perfumes, vituallas y hombres portugueses, y que escondía debajo de unas hojas secas el pequeño paquete de heterónimos.
Ahora veo a esos fugitivos en París, donde tienen fama de cabales y han construido casas. Me lo dicen en un idioma común, sin gestos, mientras cierran la vejez con sus llaves de conserjes.

Palabra de árbol

No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.
Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.
Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.
Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos. 




Aquí, un interesante vídeo con su imagen y su palabra.

viernes, 19 de marzo de 2010

Oferta de empleo (Superhéroes)



(Foto: Donald F. Glut)

Paisanaje (5) Manolito


Manolito, por buen mote “El Garnachas”, una vez cumplió con la patria en el Arma de Artillería (que lo primero es lo primero, y luego todo lo demás), empezó a tontear y ennoviarse con una de Citruego, moza pecosa y rolliza, difícil de carácter y aún más ardua de rostro, sin más oficio ni beneficio que las faenas propias de la granja familiar (mayormente, el escardar cebollinos y el acarreo del estiércol) y, a su debido tiempo, por aquello de ser hija única, verse dueña de la heredad. Menudo chollo tenía la niña.
Y mira que le advertimos que la moza no era nueva en la casa del noviazgo, que ésta ya viene resabiá, que nos nos gusta la orina del enfermo ni como le llora el ojo a la borrega, Manolito, nos cansamos de decirle. Pero cuando uno se enchocha a la primera y se le encabrona el escroto, mal asunto; ahí sí que no hay razones que valgan, ya te pueden decir misa.

Se veían los domingos en el baile (literal: verse, se veían, pero lo del baile ya era otro cantar), y después de alguna gaseosa o de una clara para ella y un par de porrones para él, Manolito la acompañaba (haciendo por el camino una parada que otra para algún magreo rapidito, aunque siempre acuciados por las manecillas del reloj) hasta la linde de la finca donde pacían, cual impávidas y orondas señoronas, y rumiando lo suyo, las vacas del padre.
Era éste un sujeto de armas tomar, un tipo cejijunto y hosco, macizo como bloque de granito y que no le tenía buena ley al muchacho, vete tú a saber por qué, que no le entraría por el ojo, pero que por no andar siempre a la gresca con las mujeres de la casa, que le tenían la cabeza como un bombo con esa insistencia sorda, tan femenina, como de gota malaya, y de eficacia probada generación tras generación para doblegar voluntades varoniles, acabó consintiendo en el requiebro, la ronda y el galanteo. Con condiciones, eso sí, que de ahí no hubo quien lo moviera:
-Na más que los domingos por la tarde, aquí ni un minuto después de las diez, y me la traes entera, tú ya me entiendes, o te capo como a un cochino -le dijo el día que el galán reunió el coraje necesario para pedirle permiso mientras el Cipri afilaba el hocino como quien no quiere la cosa.

Hábil operario del gremio del yeso y la paleta al que nunca le faltaron algunas chapucillas para sacarse unos billetitos extras, Manolito, después de pasar el trago con el futuro suegro (que le dejó un comecome amargo desde entonces y que no presagiaba nada bueno), se entrampó en un terrenito (casa, huertecillo, gallinero, taller…) y empezó a construir su nidito de amor con oficio e ilusión. Pero este idílico panorama se empezó a ir a la porra cuando la Pruden, que así se llamaba la doncella, que nunca se había visto en otra igual y que, a más de deslucida y seca, tenía unos delirios de grandeza impropios de semejante lerda, se empicó a ir más de la cuenta a la parcela, a enredar más de lo que la sensatez aconseja con los planos de la casa, y al final, es que se veía venir, “se lió la de Dios es Cristo”:

-Que si la escalera la quiero de mármol rosa con arabescos grises y mamperlán de roble; que si el baño me lo pones de esos azulejos chiquininos y de colores; que si la cocina, rústica y funcional a un tiempo; que si las ventanas de peuvecé color crepúsculo; que si el porche así; que si el dormitorio asao….

Manolito ya no sabía qué hacer con semejante grano en el culo, con perdón.
Pero como era de natural pacífico y, todo hay que decirlo, cobardón (y que no se le olvidaba la mirada del ogro mientras afilaba el hocino), fue aguantando y aguantando como pudo hasta que, como marmita a presión sin escape, como odre de vinazo fermentado de mala manera, como globo de feria hinchao de más, reventó. Como se suele decir, se le fue la olla, perdió la chaveta, se ofuscó sobremanera.

Una tarde en que Manolito estaba tan feliz a lo suyo -haciendo la mezcla, levantando tabiques, tirando de pico o de llana, echándose unos fandanguillos mu aparentes mientras ajustaba puertas y ventanas…-, apareció la peste vestida de mujer a darle otra vez la tabarra, la murga, el coñazo:
-Que si vaya una paré de mierda; que si este suelo no está a nivel; que si esa puerta no encaja bien; que si el armario empotrao me lo tiras y me lo haces otra vez un poquino más p´al rincón; que si esto; que si aquello; que si lo de más allá…

Aquello no había cristiano que lo soportara. Y pasó, pues lo que tenía que pasar: en descargo de Manolito hay que decir que era verano, y el verano aquí, que queréis que os diga, es mu cabrón: cuarenta grados un día tras otro, venga a dar vueltas en la cama por las noches sin pegar ojo, la boca seca como zapatilla de esparto, y (esto es definitivo, un atenuante de peso) un viento solano, y zumbador, y cansino que cuece los sesos y nubla el entendimiento. 
Totalmente fuera de sí, tiró la paleta a hacer gárgaras y agarró a la Pruden por el cuello con una de sus manazas callosas mientras con la otra le hizo tragarse los planos de la casa en cachitos, pieza a pieza, habitación por habitación:
-Toma cocina funcional, toma baño de gresite, toma escalera con mamperlán de roble, toma chimenea de pizarra, toma ojo de buey, toma mármol veteao… -le decía, ido por completo, mientras le embutía en la boca las distintas estancias del nidito.

A la Pruden, cuando pudo zafarse del energúmeno, con un sofoco de no te menees, un susto que la tuvo sin mear una semana, llorando como una magdalena y dando unos alaridos que nada tenían que ver con la etimología de su nombre, le faltó tiempo para ir a chivárselo, en demanda de cruel e inmediata venganza, al paterno bloque de granito. Que no lo sería tanto (con razón dicen que las apariencias engañan) porque, al recibir la noticia del agravio, al Cipri le pegó una congestión de caballo que le hizo desplomarse de golpe y dar con sus huesos en el suelo cuan largo era. Se pegó una costalá que temblaron los tabiques. Y ya no hubo manera de levantarlo.

-Locura transitoria justificada -dictaminó el juez-. Asunto sobreseído.

Pero lo cierto es que Manolito, que en el fondo la quería y la añoraba -que estaba enchochao, vamos, ya hemos dicho de su simpleza y apocamiento- no volvió a ser el mismo después del infortunado suceso.

Y es que las desgracias, ya lo dice el dicho, nunca vienen solas.

jueves, 18 de marzo de 2010

El algodón no engaña (3)


Feliz sin dolor, feliz, sin dolor, feliz sin dolor todo el día:
Calmante Vitaminado le devuelve la alegría.


Ay, ay, ay, que me sabe a Calisay.




Dias que voam (Sabiduría popular)

Para quienes quieran conocer la historia de la vida cotidiana de Portugal, este extraordinario blog se me antoja imprescindible. Su autora, Teresa Barros, nos regala todos los días magníficas entradas, nos propone adivinanzas, y nos regala textos e imágenes impagables, como las que ilustran esta entrada y que están tomadas del citado blog.








En justa -y pobre- correspondencia, yo quiero dedicarle esta entrada.

Sabiduría popular

Respuesta de un barbero lisboeta a un cliente que, en el fragor de la discusión, llamaba analfabeto a un político:
“No hable mal de los analfabetos. Ellos inventaron la escritura”.




Obrigado, Teresa.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El gran Whitman (De rodillas)

"Canto a mí mismo"

Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Vago... e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
para ver cómo crece la hierba del estío.
Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí,
de padres que engendraron otros padres que nacieron aquí,
de padres hijos de esta tierra y de estos vientos también.
Tengo treinta y siete años. Mi salud es perfecta.
Y con mi aliento puro
comienzo a cantar hoy
y no terminaré mi canto hasta que muera.
Que se callen ahora las escuelas y los credos.
Atrás. A su sitio.
Sé cuál es su misión y no la olvidaré;
que nadie la olvide.
Pero ahora yo ofrezco mi pecho lo mismo al bien que al mal,
dejo hablar a todos sin restricción,
y abro de par en par las puertas a la energía original de la naturaleza
desenfrenada.

Versión de León Felipe




“A mi juicio, el mejor gobierno es el que deja
a la gente más tiempo en paz".

Walt Whitman





"Yo, antes de hablar de Whitman,
me pongo de rodillas".


Elías Moro




Religión / Política / Ley



Religión. Jinete del apocalipsis.

 
Política. Gemela de la anterior.

 
Ley. Metralleta de la justicia que casualmente siempre se encasquilla con los poderosos.


martes, 16 de marzo de 2010

Las gafas


Para Luis Sáez,
que las lleva con supina elegancia

¿Tú no sabrás donde he puesto las gafas? ¿Has visto mis gafas? ¿Están por ahí mis gafas? ¿Pero dónde puñetas habré puesto la mierda de las gafas?

Le dije por activa y por pasiva que se operara de una puñetera vez y se quitara el problema de encima, que me iba a volver loca; pero él no, él tenía que seguir haciéndome la vida imposible con su manía de perder las putas gafas veinte veces al día.

Si hasta soñaba con ellas. Yo, quiero decir. Yo soñaba con sus gafas mientras él roncaba como un cerdo.

Se las quitaba todo el rato y las iba dejando por ahí, en cualquier sitio: en el baño, encima de la cama, debajo de la mesa del salón… Donde mejor le pillaba, que es que no tenía ningún cuidado.

Pero cuando ayer, después de tirarme tres horas buscándolas (yo sola, porque él sin ellas no veía tres en un burro), las encontré dentro del frigorífico entre el bote de la mayonesa y el paquete de los yogures, me dio un no sé qué.

-¿Las has encontrado, cariño? -me dijo. Dámelas, anda, que no veo nada.

-Toma, amor, ya verás cómo no las pierdes más -le contesté mientras se las clavaba en un ojo hasta el tornillo de la patilla.

¿Qué en qué ojo, dice?

Ah, pues la verdad es que no me fijé.

¿Eso importa?

lunes, 15 de marzo de 2010

Tengo frío

Para Mª Granada Rubiano


Cristina Grande (una chica de Huesca)



Aquella mañana de marzo había un estruendo de locos, un frenético trasiego de gente y maletas, de abrazos y despedidas, de ferroviarios y taxistas, en la cafetería de la estación de Atocha (“La Vieja Estación del Sur”) donde conocí a Cristina Grande; fue, como ella escribió poéticamente en la dedicatoria de uno de los libros que llevé para que me los firmara, un “feliz encuentro entre vías”.
Me encantó esa dedicatoria por la casualidad (esas casualidades amables e inocentes que surgen de cuando en cuando y tan felices nos hacen) de que yo procedo de un barrio de Madrid, El Pozo, que pertenece a otro que se llama, sí, vaya por Dios, Entrevías. Bueno, pertenecer acaso no sea el término exacto, que los de El Pozo somos muy nuestros y nos gusta presumir de independientes.
La vida ovilla tramas alrededor de las personas las más de las veces sin que nos demos cuenta, y no da, como suele decirse, puntada sin hilo.
Pero en realidad, y "para que el diablo no se ría de la mentira", como decía el tío Nicanor, un vecino del barrio que sólo hablaba con refranes y frases hechas (podía mantener así una conversación durante horas, era un artista), yo había conocido a Cristina (una chica de Huesca) varios años antes en la librería “El Buscón”, de Cáceres. Allí me topé una mañana en sus estantes con un título que atrajo mi atención de inmediato y casi a distancia: La novia parapente.

Un libro elegante, escrito con un estilo directo y lleno de sorpresas, de recursos como atrapar al lector en apenas unas líneas y con unos finales inesperados. Un libro lleno de pasión y sexo, de desamor y melancolía. Páginas que uno hubiera firmado a ciegas si natura le hubiese dotado de un talento mínimamente parecido al de Cristina.
Cuentos de apenas dos, tres, cinco páginas, de donde cuesta salir; es difícil no acabar el libro y desear empezarlo de nuevo. Setenta y cinco páginas apenas que contienen todo un mundo.
Cuatro años estuve esperándola desde entonces; quiero decir, que Cristina tardó todo ese tiempo en dar a la imprenta Dirección noche, otra espléndida colección de relatos en los que tirarse de cabeza como a una piscina en un tórrido verano haciendo tirabuzones desde el trampolín, gozando por anticipado el momento de entrar en el agua, salpicando de frescor, y cloro, los ojos del lector.

Y otros cuatro pasaron, lentos y vaporosos unas veces, turbios y enloquecidos otras, antes de conocer a Renata y su historia de familia. Esa Naturaleza infiel que es también la nuestra, la de esta España en las dos últimas décadas y que estamos olvidando a marchas forzadas, obligados por el día a día que nos roe y nos consume sin que nos demos cuenta, saltando, como en las casillas del juego de la Oca, de infortunio en fatalidad. Una historia orlada de humor y ternura, de lirismo incluso en algunos pasajes, pero cruda como la vida misma, donde no se nos ahorra el ponernos delante submundos (la droga, el rencor) que nos atemorizan y espantan. Y escrita con ese estilo directo (frases cortas, párrafos breves) tremendamente efectivo para envolver al lector.


Cristina nos tiene tomada la medida: nos pone delante los fantasmas de sus personajes (que siempre tienen algo de quien les da vida) para que veamos los nuestros en su reflejo misterioso. Algo muy necesario para que no nos olvidemos de quiénes somos, cómo somos, por qué así.
Y todo esto en apenas -contando los tres libros que he citado- trescientas páginas.
Hasta ahora, en que con todas sus fuerzas, y parafraseando la frase con la que acaba su último libro, “ha echado la persiana”.
¿Os he dicho ya que además es farmacéutica, que sabe descifrar caligrafías imposibles, que también ayuda a curar las penas del cuerpo, que atrapa sueños con su cámara?
Texto leído como presentación a Cristina Grande durante su presencia en el “Aula Delgado Valhondo”. Mérida, 17 de noviembre, 2M9 .

Ahora os dejo con dos muestras de su talento literario, dos artículos publicados en su columna de Heraldo de Aragón.

RECUERDO (CREO)

Vivíamos cerca de la plaza de San Miguel en el invierno de 1985. Solía apearme del 40 junto a una carnicería equina, donde ahora hay una tienda de telefonía. Tenía un bonito cartel de madera en la fachada, creo recordar, con una cabeza de caballo pintada de perfil. Siempre me quedaba mirando al interior y siempre la veía vacía, como nuestra nevera. Los domingos no había tiendas abiertas, sólo el asador de pollos de la plaza de San Miguel. Hacía muchísimo calor allí adentro. Las esperas habrían sido más llevaderas de haber sabido que en esa casa, quizá justo sobre nuestras cabezas, había vivido Goya entre 1768 y 1769. Pero eso lo descubriría José Luis Ona unos años más tarde, cuando ya nos habíamos mudado al barrio de la Magdalena. Y descubrió otras casas del joven Goya en el Coso Bajo (números 128 y 132), y en la plaza de San Pedro Nolasco. La casa de Goya en Burdeos estaba cerrada cuando fuimos a visitarla. Tampoco vi a mis parientes bordeleses aquel calurosísimo día de julio de 2003. La carnicería equina desapareció hace tiempo. Me dio un poco de pena, creo recordar, aunque nunca llegué a entrar en ella. Estaba justo frente a la casa de balcones vencidos en la que vivió Goya. La única de sus casas zaragozanas que sigue en pie. Apuntalada y con goteras, pero sigue en pie. Tiene dos balcones por planta, visiblemente inclinados todos ellos hacia un eje imaginario que partiría en dos la casa. En la planta baja, los pollos dan vueltas y vueltas, y nunca terminan de asarse. Ya no hace tanto calor allí adentro. Junto a la puerta del asador hay una discreta placa de metacrilato que recuerda a Goya, y que a mí, no sé por qué, me habla de las extrañas conexiones de la memoria.
 
Heraldo de Aragón (febrero, 2008)

VERDE AUSENCIA

Fuimos a comer a Lanaja. En el suelo pedregoso del corral habían crecido muchas hierbas desde mi anterior visita. Ese verdor inusual delataba la ausencia de mi abuela. Su ropa seguía ordenada en el armario. Varios perfumes sobre el tocador. Tres pares de zapatos a un lado de la cama. El batín de mi abuelo colgado de la percha de árbol, casi petrificado. No me atreví a tocar nada, ni siquiera la chalina de seda de mi bisabuelo que antes solía anudarme a modo de corbata. En el jardincillo interior, noté la desaparición de unos helechos que mi abuela trajo sin querer en sus botas de montaña, hace más de treinta años. Nunca quiso arrancarlos. Le parecía un milagro lo de los helechos espontáneos en la tierra monegrina. La hacían sonreír. El níspero que una vez había plantado (y que salió de una pepita) estaba cargado de frutos. Seis o siete gatos medio salvajes huyeron al comprobar que quizás faltaba entre nosotros una oscura silueta. María Salillas me habló más tarde de unos tulipanes negros que mi abuela compartió con sus vecinas. Yo traje de Holanda, sólo para ella, aquellos extraños bulbos. A mi abuela le gustaba lo raro. Fumaba cigarrillos turcos. Todos eran rubios a su alrededor y ella, sin embargo, por llevar la contraria, se teñía el pelo de negro negro (negro ala de cuervo). Ya hace dos años que murió. El verde de los campos, los olivos esplendorosos después de la última poda, el tomillo en flor, las humildes rabanizas que crecen entre las vides, el romero y la ontina con que nos frotábamos los dedos, todas esas cosas, incluso el recuerdo de los tulipanes que no salieron del todo negros, me pusieron ligeramente triste. María Salillas me regaló una hermosa cala blanca.
 
Heraldo de Aragón (Huesca, 13-4-2008) 
CRISTINA GRANDE (Lanaja, Huesca, 1962)
Pasó toda su infancia en Haro, La Rioja, donde empezó sus estudios musicales. Estudió Filología Inglesa y Cinematografía en la Universidad de Zaragoza; también estudió Fotografía en la Galería Spectrum de Zaragoza, ciudad en la que vive.
Es columnista de Heraldo de Aragón.
Ha publicado tres obras: dos libros de relatos, La novia parapente (ed. Xordica) y Dirección noche (ed. Xordica), con el que fue finalista del Premio Setenil 2006; y una novela, Naturaleza infiel (ed. RBA), que ha cosechado elogios de la crítica. Esta tercera obra se tradujo a varias lenguas y su autora fue nombrada "Nuevo Talento Fnac".
Cristina Grande también ha participado en numerosas obras colectivas como Zaragoza de la Z a la A, Los Monegros, El reino de las luces, Éxitos secretos, Canfranc, o Elegías íntimas. Instantáneas de cineastas.Tiene en prensa, en Ed. Traspiés, el libro de artículos ilustrados Agua quieta.

(Foto: Cristina Grande)