jueves, 28 de febrero de 2013

El "Tristán" de Cunqueiro


Hoy se cumplen treinta y dos años de la muerte de Álvaro Cunqueiro, un escritor que desde que me lo descubrió mi maestro Ángel Campos Pámpano, se convirtió en uno de mis dioses tutelares: no hay un solo libro suyo que no me haya hecho gozar con su lectura. Desde aquel primero de Fábulas y leyendas de la mar que Ángel me regaló en la edición de "Marginales" de Tusquets, y pasando por Tertulia de boticas y escuela de curanderos o Merlín y familia hasta, por ejemplo, El año del cometa, de donde tomo el fragmento siguiente en humilde homenaje a su memoria de fabulador.


“Tristán” 
Fetuccine le dejaba la casa a la criada, una lyonesa que contratara para el planchado y que terminó haciendo todo servicio. También le dejaba a la criada, que se llamaba Felisa, el perro “Tristán”. El perro tenía su mérito: se sentaba al pie de un manzano que plantara Fetuccine y que no daba más que una manzana, la cual llegaba a perfecta madurez el día veintiuno de septiembre. El perro se sentaba ante el manzano, y esperaba a que la manzana cayese. La cogía en el aire con la boca, y se la llevaba a Fetuccine, el cual la comía goloso. Invitaba al público a que fuese a la huerta suya a contemplar la función. La gente tenía que esperar a veces una hora larga, pero la cosa merecía la pena. Fetuccine comía toda la manzana, y mostraba al público el carozo.
-“¡Giovinezza, primavera di bellezza!” -canturreaba.
Se frotaba las mejillas con el carozo, y se le borraban al instante las profundas arrugas que surcaban su rostro aniñado, y que le habían ido naciendo desde el septiembre anterior. El perro siguió haciendo su trabajo cuando lo heredó Felisa, y se corrió por la ciudad que ésta solamente comía un poco de la manzana, lo que bastaba a explicar su longevidad, y que el resto de la fruta de la juventud la vendía, la mitad secretamente a una rica señora, y la otra a una pupila de la Calabresa que llamaban la Joya, que estaba retirada por el Gremio de Pasteleros y no daba envejecido. “Tristán” cogía la manzana en el aire aunque ya estaba ciego, a causa de cataratas secas.

Álvaro Cunqueiro
(El año del cometa, destinolibro, 1990)
Imagen: Scott Campbell

miércoles, 27 de febrero de 2013

Tres actrices

Katharine
 

Marilyn


Ava

martes, 26 de febrero de 2013

Yolanda Soler Onís



Emigrantes

Dejaban bufandas en la arena de las islas
tras salvar el frío que nos separa
de África
como vagabundos al amanecer 
heladas botellas a la deriva
en las orillas de los ríos
inscripciones de sal con su memoria del mar
y  la suave grafía de sus lenguas
en las aceras del invierno
para escuchar por todas partes
sobre los rastros del naufragio
el mismo silencio mínimo
            común
acusador

(Inédito)
Varsovia, febrero de 2013

Imagen: G. Montesdeoca

domingo, 24 de febrero de 2013

Eva Puyó


Objetos robados
La temporada en que mi padre estuvo en el paro entraron en casa muchos objetos robados. Mi padre se levantaba temprano para leer gratis los anuncios del periódico en la sede del Heraldo y regresaba a casa sobre el mediodía, cargado con bolsas de las que extraía los más diversos objetos. Normalmente eran regalos para mi hermana o para mí. Una colonia, un libro, un disco. Nos los ponía delante de los ojos: “¿Os gusta?”, o, “Lo tenéis ya?”. Nosotras probábamos el olor de la colonia, leíamos la contraportada del libro o escuchábamos en el radiocasete de cas la cinta de música. Las dos sabíamos, sin embargo, que eran objetos que no se podían cambiar o devolver en la tienda. Que eran objetos robados.

Mi padre no es un ladrón. Al menos, en sentido estricto. Creo que jamás se atrevería a entrar en un establecimiento, ponerse de espaldas a las cámaras de seguridad e introducirse algo en un bolsillo oculto de la chaqueta. Mi padre, simplemente, compraba objetos robados.

(Fragmento de Ropa tendida, Xordica, 2007)


Foto de Eva Puyó: Lara Albuixech


sábado, 23 de febrero de 2013

Olga Bernad


 Baile de muertos


¿Recordará esta casa aquel otoño?

Claro que no, no sé por qué te empeñas

en que algo quede cuando nada queda.

Después de que la última persona

cerrara tan despacio aquella puerta

-cuando hasta tú te has ido ya del baile-

vuela tu pensamiento sobre el suelo,

vuelve a mirar despacio aquel septiembre.

Se fueron porque no pudiste darles

lo que tú no tenías;

no supiste

convertir tu mirada en una casa.

Pero yo no tenía casa propia,

yo no tenía nada,

sólo brasas

de hogar o de un incendio recordado.

Dos huérfanos tizones, dos pistolas

negras bajo los arcos de las cejas.

Fíjate bien: no hay sala,

sólo un vago perímetro de ausencias.

Tu corazón bombea sangre triste.

Fíjate bien; los músicos

se han parado a mirarte en el recuerdo.

Son Dios o nada, nadie te vigila.

Llórales de una vez, todos han muerto;

se han ido de tu vida, ya están muertos.

Si pensaran en ti, lo notarías.

(De Nostalgia armada, La Isla de Siltolá, 2011)


viernes, 22 de febrero de 2013

María Ángeles Pérez López


6


Con la hoja del periódico empapada

por un llanto larguísimo y feroz,

la mujer tapa el día, los cristales,

las losas de cerámica, las puertas,

los techos enlutados y ofendidos.

De las letras de molde se destila

un agua negra como un río de odio

que pudre las manzanas del frutero

y reseca la albahaca, el corazón.

Los peces que dormían en el frigo

se escarchan y fracturan en esquirlas,

y los espejos sangran lentamente

un río de odio denso como el mal.

Con la tinta viscosa y empalada

por las fotos de presos iraquíes

en la prisión llamada Abu Ghraib

y el rímel de su set de maquillaje,

la mujer forma un unte oscurecido

que adorna y hace largas sus pestañas.

Cuando ella se apresura y sale al mundo,

la gota de agua negra se desborda

despacio por el blanco lacrimal. 

(De Atavío y puñal, Olifante, 2012) 

Foto: Miguel Ángel Casado


jueves, 21 de febrero de 2013

Pilar Galán


Primera línea de playa

Desde la terraza del apartamento se ve solo un poquito de mar entre las torres de los hoteles. No importa, a la terraza no salen casi nunca, porque es enana y está abarrotada de colchonetas y cubos. Además, a partir de las nueve de la mañana, el sol cae a plomo sobre los baldosines sin toldos, un lujo, como el aire acondicionado no incluido en el alquiler. Se supone que la vida hay que hacerla en la playa, de ahí las incomodidades del piso, pero a las cuatro de la tarde el Mediterráneo es un caldo incluso para los pequeños, que nunca duermen siesta, aunque aquí, a pesar de los cuarenta grados, caen enseguida.

Aún son las ocho de la mañana y ya se ve el movimiento de las terrazas, los camiones de reparto, el rumor de las mangueras sobre el cemento que arde. Mientras desayuna, hace mentalmente la lista de la compra, prepara el menú, y selecciona que se pondrán hoy. Luego, recoge lo poco que se puede recoger y empieza  a barrer la arena del pasillo, sorteando maletas y zapatos. Queda una hora para que se levanten todos y comience el desenfreno de tazas y turnos de ducha. No sabe qué hacer, porque, aunque ha traído libros, no hay sitio para la lectura, salvo la terraza, donde ha empezado a calentar hace ya rato. En el salón duermen los cuñados, y el baño y la cocina no tienen luz suficiente. Solo queda echarse a la calle y sentarse a tomar otro café hasta que la llamen.

En el portal se cruza con otra mujer que lleva un libro en la mano. Sonríe, porque intuye que ni siquiera es original en esta angustia de calor y agobio, en este sentimiento horrible de contar cuántos días faltan para que se terminen de una vez las malditas vacaciones.

(De Paraíso posible, de la luna libros, 2012)


miércoles, 20 de febrero de 2013

Las primas de riesgo atacan de nuevo

 Rique Monroy


Lucien Clergue


Michela Riva

martes, 19 de febrero de 2013

Emilia Oliva


Como el árbol que se pierde
al fondo, entre la niebla
se desdibujan nuestros rostros
y el follaje que fuimos

apenas si recuerdas las palabras
que reescribieron el mundo aquellos días
donde todo era posible

doblado contra el viento 
con la marca de imnumerables vendavales
aún resistes
                        rememoras
inventas un rincón de luz
donde el tiempo se congela
como en la fotografía

afinados con el mismo diapasón
                         ¿recuerdas?

después supimos
que sólo tocamos de oídas

(De Quien habita el fondo, Ed. Celya, 2011)



lunes, 18 de febrero de 2013

domingo, 17 de febrero de 2013

Cristina Grande


32
Bandadas de estorninos negros sobrevuelan los tejados de Lanaja al atardecer. A veces las bandadas son grandes y oscuras como nubes de tormenta. Descargan su guano blanquecino sobre todo lo que se pone a su alcance. Son como un mal presagio. Mi abuela friega el suelo de la galería descubierta incluso dos veces al día. No soporta esa suciedad infame sobre las rojas baldosas en las que todas las mujeres de la familia hemos tomado el sol, verano tras verano, hora tras hora, socarrándonos sin precaución alguna, sin que nunca nos cayera encima más que un sol de justicia implacable y un poco obsceno. Hace tiempo que no tomamos el sol, ni siquiera vestidas. La galería se ha convertido en un campo de tiro para las repugnantes aves que tanto odia mi abuela. A veces saca la escopeta con la intención de ahuyentarlas. Pero la obstinación de las aves es inquebrantable. Mi abuelo decía que no son lo mismo pájaros que aves. En la esquina de la galería hay un pluviómetro que ató mi abuelo a la barra de hierro por la que trepa una vieja enredadera. Hoy mi abuela está triste por los que se fueron. No he logrado convencerla para que fuera a votar. Está afectada por la muerte de Félix, el cura que llegó al pueblo siendo muy joven, que nunca quiso que le llamaran don Félix y a quien mi abuela nunca hizo caso, al menos en ese sentido. La silueta de la Manadilla por encima de los tejados de Lanaja nos descansa los ojos y la mente. “Todo es pasajero”, dice mi abuela tal como lo decía mi abuelo.

(De Lo breve, Tropo Editores, 2010)

Imagen de Cristina Grande: Vicente Almazán