-¿No tendrás un cigarrito por ahí? -me espetaba el fulano todos los días con esa cargante manera de preguntar algo de lo que se sabe de antemano la respuesta.
Después de aflojar el tabaco durante unos instantes (pinzaba el blanco cilindro con dedos nerviosos, como si lo pellizcara), volvía a la carga con otro pedido:
-¿Y un fósforo? ¿No tendrás también un fósforo? -preguntaba, ya con el pitillo en los labios esperando que se lo encendiera.
El tío no decía dame fuego o una cerilla o déjame el mechero, sino fósforo.
-¿Y un fósforo? ¿No tendrás también un fósforo? -preguntaba, ya con el pitillo en los labios esperando que se lo encendiera.
El tío no decía dame fuego o una cerilla o déjame el mechero, sino fósforo.
La primera vez que se lo escuché me sorprendí sorprendiéndome agradablemente con el añejo vocablo. ¡Ah, cuánto tiempo sin escucharlo! Yo creo que la última vez que lo oí salió de labios de mi abuelo un día que se quedó sin piedra en el chisquero y se puso a rebuscar nerviosito perdido una caja de cerillas revolviendo cajones por toda la casa, preguntando a voces que dónde coño estaban los fósforos, que lo íbamos volver loco entre todos. Mentira, claro, porque el viejo ya tenía la cabeza ida desde hacía tiempo. No os digo más que jugaba a la petanca en el salón y a las cartas utilizando como mesa la tapa del váter. La segunda me hizo gracia la repetición, como si fuera una manía inocente que no va a ir a más. Pero estas cosas, si no se matan desde chiquininas como a las cucarachas, siempre van a más, ya se sabe. Por eso mismo, a partir de la tercera su obstinación con el dichoso fósforo empezó a tener una influencia y efectos en mí que quién iba a sospechar.
Me di cuenta de que la cosa iba en serio poco tiempo después. La gota que colmó el vaso se sirvió aquella reunión con los amigos donde nos íbamos contando, pisándonos sin compasión el turno de palabra unos a otros como tertulianos televisivos, nuestros destinos vacacionales, que también vaya ocurrencia.
Yo había estado en Turquía, y mientras les relataba mi ocioso y espectacular periplo con pelos y señales (Estambul, la Capadocia, el gran Bazar, Santa Sofía, los enhiestos minaretes y el canto del muecín…) se me escapó de repente lo que a la postre fuera el detonante del desastre, la cruz que llevo a cuestas desde entonces:
Me di cuenta de que la cosa iba en serio poco tiempo después. La gota que colmó el vaso se sirvió aquella reunión con los amigos donde nos íbamos contando, pisándonos sin compasión el turno de palabra unos a otros como tertulianos televisivos, nuestros destinos vacacionales, que también vaya ocurrencia.
Yo había estado en Turquía, y mientras les relataba mi ocioso y espectacular periplo con pelos y señales (Estambul, la Capadocia, el gran Bazar, Santa Sofía, los enhiestos minaretes y el canto del muecín…) se me escapó de repente lo que a la postre fuera el detonante del desastre, la cruz que llevo a cuestas desde entonces:
-Una maravilla, amigos, de verdad que os lo recomiendo. No os lo perdáis. Pero lo que más me gustó de todo (-Asia a un lado; al otro Europa -les informé pedante-) fue la travesía nocturna en barco del Estrecho del Fósforo -dije con toda la seriedad del mundo.
Después de un ligero momento de estupor, la carcajada que soltaron mis colegas al unísono todavía retumba en mi cabeza. Menudo cachondeo se trajeron desde entonces y durante una buena temporada a cuenta de la dichosa palabrita. Hasta que rompí, claro, qué otra cosa podía hacer, con semejante panda de gilipollas.
Y todo por una simple letra: esa errata de cambiar la be por la efe sólo podía significar que aquella palabra ya estaba grabada a fuego para siempre en mi mente.