miércoles, 4 de julio de 2012

Los safaris del verano


Para Antonio del Camino, cómplice privilegiado de estas "notas".


Largo rato después de la atardecida, ya casi noche cerrada, y luego de descubrirlas guiándonos por el sonido persistente del cricricrí de sus inquilinos que acababan de empezar su cansina y amorosa serenata, meábamos en las guaridas de los grillos (apenas un mínimo agujero en el suelo camuflado entre el pasto reseco del estío, junto a un puñado de piedras, en algún oculto rincón…) para hacerlos salir a la superficie. Era nuestro método preferido porque, gracias seguramente a los vapores tóxicos de nuestra agüita amarilla, salían medio atontados de su refugio y estaba chupado echarles el guante. Si no había ganas de orinar, algo bastante extraño porque en la pandilla siempre había algún meón dispuesto a liberar el chorro sin que hiciera falta ningún motivo razonable, con un tallo vegetal a propósito hurgábamos y hurgábamos en las angostas madrigueras porfiando lo que hiciera falta hasta que conseguíamos nuestro objetivo.  
Joyas negras y musicales de la noche, amantes acorazados en la oscuridad, los pobres ortópteros, que salían de su escondrijo moviendo perplejos las antenas y dignos cual estirados mayordomos victorianos ofendidos por la maleducada y excrementosa intromisión, no podían ni imaginarse lo que les esperaba allí afuera, en tan bárbara compañía. Si tenían suerte y ese día estábamos magnánimos, lo que no solía ocurrir con mucha frecuencia que se diga, la jaulita de palo o caña como residencia vacacional y las hojas de acelga o lechuga como menú diario serían su destino; si no… mejor no pensarlo.
Durante las horas de sol había sido el turno de las arañas, las mariposas, los saltamontes, los ratones, los sapos y lagartijas… O cualquier otro bicho despistado o incauto que se pusiera a tiro. De preferencia perrillos sin amo y gatos tiñosos, fauna menuda del suburbio, criaturas en peligro del verano en el extrarradio a merced de la crueldad de sus captores de pantalón corto y pelo al rape. En botes de cristal, en cajas de cerillas, en bolsitas de plástico los íbamos metiendo según los apresábamos, mezclados unos con otros en cruel batiburrillo. Luego se trataba de presumir ante nuestros rivales por los trofeos conseguidos en el cutre safari, por la abundancia y calidad de la caza superviviente. Aunque bien es cierto que pocas de las capturas sobrevivían a la jornada: más que nada porque una vez acabada la batida el aburrimiento hacía presa en nosotros, algo que no solía ser una buena noticia para los pobres animalejos ya que acarreaba de común que muchos de los reos sufrieran indignas torturas a manos de sus verdugos: los cocíamos en orina (otra vez la orina: se ve que ya entonces empezamos a cogerle el gusto a lo de sacarse la pilila a las primeras de cambio), les arrancábamos las patas o las alas o las antenas, los diseccionábamos en vivo con alguna roñosa hoja de afeitar… Tan solo para entretenernos en algo. Otras veces, sin embargo, y como en feria de gitanos, se establecía un mercadeo de “ganado” sin reglas definidas en el trueque: una lagartija por tres saltamontes (si el reptil estaba mutilado, con el rabo cortado retorciéndose frenético, su valor caía en picado); dos arañas menudas a cambio de un grillo (pero si alguna era rolliza y pilosa los términos del trato se invertían); un ratón por cinco mariposas… Se podía regatear, claro, era la costumbre, pero el más mañoso o suertudo a la hora de capturar la pieza más codiciada (casi siempre género de pico y pluma: un jilguerillo, un verderón, un petirrojo…) tenía la sartén por el mango y todas las de ganar en el zoológico cambalache. Y he dicho casi, porque el indiscutible trofeo, el corona de laurel, el medalla de oro de aquellas correrías asesinas, en dura pugna con las culebras y las ratas era, sin discusión alguna, el murciélago. Si las golondrinas pasaban por ser, metafóricamente, enviadas divinas para alegrar los cielos estivales con sus casi inverosímiles acrobacias aéreas, el mamífero volador, ya extraño de por sí con sus colmillos y orejotas, con su rostro repelente, con sus alas membranosas y peludas, estaba grabado en nuestra infantil imaginación como un heraldo negro de Satán al que había que dar caza y tormento sin tregua ni compasión. Sin que les valiera de nada la infernal condición que imputábamos a todos los de su especie, si alguno tenía la desgracia de caer en nuestras manos le esperaba una buena ración de suplicios varios (nos pirriba sobre todo hacerles fumar -con tabaco mangado a los padres, por supuesto- para "emborracharlos") para terminar, al cabo, crucificado malamente con clavos viejos en algún trozo de madera. Otras veces los ahorcábamos con una cuerda de bramante y los colgábamos del quicio de la puerta de algunas vecinas particularmente puñeteras: llamábamos con insistencia y escándalo y cuando abrían la puerta y se encontraban con el bicho de frente en la cara se daban unos sustos de muerte mientras nosotros, a una distancia prudencial, nos partíamos el culo de la risa.
Y al día siguiente, con el verano avanzando hacia su agotamiento, el horizonte marrón y gris de la escuela cada vez más cerca y amenazador, vuelta la burra a la noria.

Años después de cometer estas barbaridades leí no sé dónde que si las abejas y los murciélagos desaparecieran de la faz de la tierra el ser humano no tardaría en seguir sus pasos, pues ambas especies son imprescindibles para el correcto equilibrio de la naturaleza y la supervivencia de muchas especies, tanto animales como vegetales. Se me vinieron de golpe a la mente las atrocidades cometidas cuando niño que aquí cuento y mi desolación, creedme, no tuvo límites.
Desde entonces me pregunto quiénes eran en verdad los animales.

6 comentarios:

  1. Gracis, Elías, por tu amable dedicatoria en esta "Nota terrible" --¡Qué cruel es la infancia, aunque tendamos a mitificarla una vez que crecemos!--, con la que, una vez más, vengo a identificarme como si hallase en ella mi propio reflejo.

    He echado en falta un pequeño detalle que, seguramente, también vosotros practicaríais; y es el de hacerles fumar a los pobres murciélagos, con la consiguiente "borrachera" de tan particulares mamíferos.

    Un fuerte abrazo.

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  2. Una recreación realmente hermosa. Yo era de los que defendía a los animales, pero no dejo por ello de reconocer que en el hombre hay una especie de instinto cazador que se activa en el campo más que en ningún otro sitio. Un abrazo, amigo.

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  3. Bendita crueldad aristotélica del niño.

    Salud
    Manuel

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  4. Isabel Román04 julio, 2012

    En estos casos, me parece que "los niños" son literalmente los niños/varones, y que las niñas de esas edades siempre suelen dedicarse a otras cosas más líricas y románticas.
    Me has hecho reír a carcajadas, recordando también el terror que nos daban las andanzas de mis primos (varones), inyectando agua con una jeringuilla en la tripa de las ranas recién sacadas de la charca. ¡A ninguna de nosotras se nos habría ocurrido ni el más "light" de esos "experimentos"! ¡Mira que érais brutos, Elías!
    Menos mal que luego os habéis hecho líricos y románticos vosotros...

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  5. Obrigado, Antonio.
    Y tienes razón, nosotros también les dábamos de fumar a los murciélagos. Y a las ranas. Por supuesto, de algún cigarrillo -Celtas, Fetén, Rex...- robado a los padres.

    Abrazo.

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  6. Gracias, jesús, por ese adjetivo.
    Aunque he de decirte que en aquel entonces te hubieras llevado algún soplamocos si hubieras interferido en los safaris.

    Abrazo.

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