Mi
muy querido señor Cunqueiro:
Convencido
como estoy, en contra de quienes descreen de estas cosas, de la existencia de
los carteros celestes (que haberlos, haylos), acaso esos mágicos emisarios de
las letras, trashumantes eternos por las rutas estelares del afecto, se
apresuren en hacerle llegar estas líneas de su humilde epígono y lector para
que su merced pueda leerlas, si así le place, antes del día de su muerte. De su
muerte anual, quiero decir, de ese celebrar que usted estuvo entre nosotros
sembrando este valle de lágrimas, esta farsa bufa, este esperpento tragicómico
que llamamos vida, de palabras y de historias para nuestro contento y regocijo.
Don
Álvaro: desde que supe de usted y de sus libros, a destiempo ya, para mi pesar,
de poder mostrarle mis respetos en persona, acercándose estas fechas de su
óbito todos los años me sucede lo mismo: me asaltan sueños insólitos que
entiendo aún menos que de común, oníricos sucesos como salidos de alguno de sus
libros.
Hoy
le escribo para decirle que esta noche he soñado con un cuervo acercándose a mi
puerta a lomos de un zorro como bruna garcilla picabueyes, igual que fosco y
extraño centauro, y tal si ambos, ave y mamífero, hubiesen llegado a un acuerdo
cordial y provisorio con vistas a una entente cordiale, a una casi risible simbiosis
contra natura. El ave lucía gafas de miope severo con montura de pasta oscura por
sobre el pico y gastaba, fachendoso y bizarro, chaleco de lana recia con
leontina de bronce viejo y corbata de fantasía bajo el abriguín de paño inglés,
amén de fusta flexible y fiera pinzada con el ala de la siniestra y capota de tres picos con pluma roja. El zorro, adornado
el cuello con carlanca lobera, vestía casacón de franela mitad
escocesa, mitad bretona con botonadura de nácar, y un grueso antifaz con
orejeras de lana del Pirineo y puente de cuero para la nariz. Que este febrerillo
está siendo tempestuoso y crudo en demasía en la suya tierra gallega y, en
contra de su costumbre, no parece querer apresurar su marcha entre nortadas y
ponientes, entre galernas y ventoleras sin cuento ni freno.
Cuervo
y raposo no venían solos; igual que banda de titiriteros, similares a aquellos
antiguos cómicos de la legua que recorrían los caminos llevando dramas y
amoríos, enredos y sainetes a recónditos lugares, aún a los más humildes y
lejanos y dejados de lado tanto por la inversión pública como de la mano divina,
tal que santa compaña amable y festiva y ruidosa en la noche, traían de compinches
a su popa y flancos, todos ellos mecidos por los sonidos arcaicos del chiflo de
afilador, el arpa judía, la esquila de vaca y un asmático acordeón, un elenco
de figurantes que usted conoce bien: Merlín y familia, Fanto Fantini, el viejo
Sinbad, damas de alcurnia y mozas aguerridas con sofoco de amores, Ulises de
jovencito del brazo de un viejo y enclenque sochantre…
A
horcajadas de mula leonesa y barroca -quiero decir, rica en coloridos atavíos y
profusión de esquilillas y cascabeles marcando el trote con su son-, un clérigo
rengo cubierto de teja con borla -que dicen “saturno” en las Italias-,
auxiliado por sacristán con voto de castidad y de silencio -éste útlimo a la fuerza, o sea, mudo de nacencia-, venía agitando un hisopo con agua
bendecida de San Andrés de Teixido y diciendo latines. Que la curia, mi señor,
no pierde ocasión de figurar en la mesa ni da puntada sin hilo.
Con
grande acompañamiento y estruendo de las artes fogueteiras, y como en parranda
chistosa, hasta una troupe de enanos malabaristas y saltimbanquis avanzaba
dando airosos volatines y exhibiendo sus mañas con las antorchas junto a un
curandero de Ourense, bastardo de deán por más señas y falto de una oreja, que declamaba
a voz en grito, y en verso rimado en octosílabos, remedios contra el enfado de
vientre, el susto de hígado y riñón, uñeros y golondrinos diversos, y aun remedios
de hombre para aplacar los ardores concupiscentes de solteronas menopáusicas. Tras
los trancos de la mula, y algún rastro fresquito de su digestión de alfalfa y
zanahorias, venían también tres señoritas de buen ver -creo que las llaman
vicetiples- entonando a coro un cuplé picante que repetían de continuo, y uno
vestido de levita y jubón con puñal al cinto y un bermejo recuerdo de reyerta
en el rostro. Colofón a tan singular y bullanguera cabalgata lo ponía un mercader de sombreros, gabardinas y paraguas
-éste, lucense de Abadín, casi paisano suyo, don Álvaro- que aprovechaba sagaz el jolgorio y la algazara para
pregonar, arrojando al aire de la noche pasquines multicolores con imágenes de las prendas y
las señas del negocio, las bondades de sus acreditados artículos, tan
necesarios en estas pluviosas jornadas.
Llegados
que fueron todos a las puertas de la casa, detuviéronse como por ensalmo
silenciando la barahúnda al unísono. El astuto de las cuatro patas dobló las
delanteras arrodillándose para facilitar la maniobra del pájaro, mas sin quitar
ojo al gallinero. El cuervo se apeó de un grácil saltito por sobre su cabeza,
desperezó las alas con un graznido como en sordina que se me antojó bostezo de
murria y, acto seguido, tras un breve revoloteo -que era un chaleco de sisa
amplia- dio, parsimonioso y grave, tres golpes de aldaba con el pico.
Una
vez dentro, tras una cortesana reverencia y dotado de la facultad del habla, en
su dulce lengua galaica demandó un ribeiro fresquito en pocillo de loza blanca para
aclarar la garganta y ahogar telarañas y, “para acompañar el trago y matar el
desconsuelo de buche”, dijo, rogó también un poco de pulpo preparado a la
manera de Melide. Sería capricho o costumbre, no sé. Mas siendo estos lugares míos
tan de tierra adentro, tan a trasmano del agua océana y sus sabrosos pobladores,
no pudo ser complacido ni en lo uno ni en lo otro: ofrecile a cambio tenca en escabeche de mi despensa y agua de pozo, que rechazó displicente, con un mohín
casi de asco. El alado de luto perpetuo hubo de conformarse, pues, con un tinto de pitarra en bota que le
hizo carraspear a cada trago, unas pobres y medio arrugadas olivas de verdeo, unos escasos despojos, ya fríos, guisados en chanfaina bien cumplida de
laurel, pimentón y guindilla por el mediodía de vísperas y un currusco de pan de anteayer, que eran mi cena de hoy. De
postre picó unas migas de queso viejo de merina, restos del almuerzo, caídas entre
las rendijas de la mesa. Pero ya sabe usted, maestro, lo que dice el refrán: “Al que ofrece lo que tiene no se le puede pedir más”.
Satisfechas
ya de tal modo hambre y sed, y al arrimo de la chubesqui, el huésped tiró de
petaca, papel y yesca, y lió con destreza en un visto y no visto -aún no me
explico cómo- un cigarro tan digno de admirar que manos humanas se vieran y
desearan para siquiera acercarse a tal perfección en la labor.
Para el fumeque se sacó los anteojos y, tras unas hondas pitadas, expulsaba el humo por los agujeros del pico con una habilidad asombrosa, dándole formas a voluntad: bien una nube de tormenta o árbol seco, bien un círculo o elipse, ahora con forma de barco o de hórreo con sus cuatro patas de piedra, agora un trillo o tinaja… Yo no salía de mi asombro, es de comprender.
Para el fumeque se sacó los anteojos y, tras unas hondas pitadas, expulsaba el humo por los agujeros del pico con una habilidad asombrosa, dándole formas a voluntad: bien una nube de tormenta o árbol seco, bien un círculo o elipse, ahora con forma de barco o de hórreo con sus cuatro patas de piedra, agora un trillo o tinaja… Yo no salía de mi asombro, es de comprender.
Tras
dar cuenta del caliqueño a su entera satisfacción, luego se lanzó a hablar de nuevo: traíame, manifestó muy
serio, la encomienda de que yo diera noticia de sus obras últimas desde esta
humilde ventana. Yo le opuse desconocer a qué obras se refería y cuáles fueran
mis méritos para tal empresa y distinción. Él
respondió, enigmático, que no me preocupase por eso.
Cuando dio por cumplido el encargo, tiró de la leontina y sacó del bolsillo del bolsillo -¡maravilla de las maravillas!-, un reloj de arena que daba la hora en horizontal.
Comprobada que fue la hora, despidióse con otra versallesca reverencia, con mucho meneo de tocado a un lado y a otro y reculando hacia atrás. Echó menos tiempo en todo ello de lo que yo he tardado en contarlo.
Cuando dio por cumplido el encargo, tiró de la leontina y sacó del bolsillo del bolsillo -¡maravilla de las maravillas!-, un reloj de arena que daba la hora en horizontal.
Comprobada que fue la hora, despidióse con otra versallesca reverencia, con mucho meneo de tocado a un lado y a otro y reculando hacia atrás. Echó menos tiempo en todo ello de lo que yo he tardado en contarlo.
Con
el portazo, desperté. Encima de la mesilla, envueltos en papel de estraza atado
con guita de cáñamo, encontré sus dos más recientes libros: algo más de mil páginas
salidas de su mano y su magín con las portadas impresas en un luminoso verde
hierba.
Ambos,
intitulados Los días en “La noche” y Los otros rostros, fueron publicados no ha mucho en la lluviosa
Compostela por una editorial con un nombre bien hermoso en su también bella
lengua: Follas Novas.
En
cada uno de los volúmenes, una pluma remera y de luto hacía de marca páginas.
Desde
entonces, maestro, hay una pregunta que no deja de rondarme: el cuervo, ¿era
usted?
Pdta:
el zorro, durante la espera, me mató tres capones en silencio, el muy ladino.
Queda
de usted su seguro servidor.
E.