Hoy he recordado que el pasado día 12 se cumplieron treinta años de la muerte de Julio Cortázar. Durante una buena temporada, el autor argentino nacido en Bélgica fue fundamental en mi educación como lector. Leía y atesoraba sus libros (aún los conservo todos) con el fervor de un converso deslumbrado por un descubrimiento que no acababa de entender bien. Por eso mismo sospecho que acaso no fui capaz de asimilar como debiera su peculiar literatura, fuera de todos los cánones por mí conocidos hasta entonces.
Un año después de su muerte escribí como homenaje a su persona y su obra este poema que ahora transcribo, inspirándome en títulos de algunos de sus relatos y libros.
Fue publicado en diciembre de 1985 en la revista de creación Alor Novísimo de Badajoz.
Liliana llorando
en
estas horas de febrero
y las cartas de mamá
que
llegan de Buenos Aires
con
instrucciones para Jhon Howell
sobre
cómo leer los recortes de prensa.
Alguien que anda por ahí,
tal
vez la señorita Cora,
nos
habla de la salud de los enfermos,
los venenos,
los buenos servicios
de
tu vida y tus libros.
Vamos
por la autopista del sur
hacia
un lugar llamado Kindberg,
allí
donde hay
una
continuidad de los parques
y
la orientación de los gatos
se
pierde entre alaridos de saxo.
En
la sobremesa,
después del almuerzo,
una flor amarilla preside la
reunión
mientras
hablamos del Julio cronopio
y
las palabras crecen como musgo suave
recordando
tu barba entre canosa y joven,
el
calor de tu voz en silencio.
No se culpe a nadie,
dice
Silvia,
la
muerte posee
armas secretas que no
imaginamos,
algo
como las babas del diablo
o todos los fuegos,
una
puerta condenada al final del juego,
y
contra ella ni siquiera hay versos.
Ahora,
la noche boca arriba
nos
manda vientos alisios
y
cuando miramos absortos
las caras de la medalla,
por
segunda vez desde entonces
nos
damos cuenta de nuevo
que
queremos tanto a Glenda,
Julio
te queremos tanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario