Para todos mis editores, con cariño.
Nada personal.
Le mandé mi novela (cerca de 600
páginas, cuatro años de constante trabajo, un matrimonio roto…) con toda la
ilusión del mundo.
Desde que se la entregué, va camino ya
de año y medio, no ha hecho más que marear la perdiz forzándome a rehacer
capítulos enteros por sus caprichosas insinuaciones, opinar y meter baza sobre
los personajes, la trama, el estilo…
¡Si hasta quería cambiarle el título!
¡Si hasta quería cambiarle el título!
Después de todo este tiempo dándome, en
fin, lo que yo creí que eran fundadas esperanzas de publicación, me citó en su
despacho y se burló inmisericorde:
-¿Tú tienes mucho tiempo libre, verdad? -preguntó,
displicente y socarrón, señalando el mamotreto encima de su mesa.
-Y más que voy a tener a partir de ahora
-contesté.
Con una frialdad que hasta a mí sorprendió,
cogí el abrecartas de marfil de su mesa, se lo clavé en el corazón y corregí la
trayectoria dos o tres veces.
Total, para lo que le servía.