En esa época de la vida, incierta y cabrona como pocas, que se extiende entre pubertad y adolescencia llevé aparatos correctores en la boca. Un sinvivir. Una tortura en toda regla. Casi un estigma. Ahora, con un peripuesto neologismo anglosajón, a esa ortopedia bucal, a esa ferretería portátil, a esa filigrana metálica correctora de caninos, molares e incisivos le dicen brackets. Como si te fuera a doler menos o salir más barata la putada por soltar la palabreja en inglés. Para nosotros, entonces, no pasaban de vulgares “hierros”.
Me los pusieron porque, contra mi voluntad, y cual pobretón aprendiz de vampiro, me habían crecido otros colmillos encima de los que ya tenía y no me los podían extraer sin correr riesgos. Los especialistas en el tema mandibular, tras un somero estudio de mis maltrechas fauces, dictaminaron que las raíces de los intrusos de marfil llegaban hasta los ojos. A mí esto, qué queréis que os diga, me parecía una exageración de las gordas (me he preguntado muchas veces qué coño tendrán que ver los piños con los ojos), pero quién era yo, un imberbe mocoso, un iletrado en sandalias, un indígena de extrarradio, para contradecir a todo un médico dentista, a todo un odontólogo, a todo un protésico, incluso. Al parecer, y por obra y gracias de la presión que ejercían aquellos bastardos dignos del conde Drácula buscando su sitio en mi cavidad bucal, tenía los demás dientes descolocados, como al tuntún, a la miseria, hechos un desastre. Así que, ni cortos ni perezosos, los licenciados de la cosa me quitaron los colmillos viejos para hacerles hueco a los nuevos y me instalaron toda aquella antiestética y aparatosa chatarra en un proceso que no puedo por menos que calificar, suave y generosamente para no herir delicadas sensibilidades, de arduo y doloroso.
Durante tres interminables años sobrellevé como pude los dichosos hierros en la boca. O sea, malamente. Un periodo difícil y peliagudo como pocos he vivido. Una jodienda que para qué os cuento: pasé las de Caín, como suele decirse a la pata la llana para ilustrar dificultades y sinsabores sin cuento. Pandilla, guateques, las muchachas en sazón, el despertar al sexo que bullía como marmita a presión y sin escape aparente... Bueno, sí que que había un escape a mano, baratito y también portátil, al que acudía con frecuencia para aplacar los ardores concupiscentes propios de la edad, a ver qué remedio. Pero no pienso entrar en detalles aquí; entre otras cosas, porque muchos de vosotros, lectores de genero masculino, por no decir todos, y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, ya sabéis más que de sobra a qué clase de remedio me estoy refiriendo y también lo habéis practicado a modo en su momento. ¿A que sí? Y no me digáis que no, que os va a crecer la nariz.
De los catorce a los diecisiete ninguna chica, ni de mi pandilla ni ninguna otra, y mira que me esforcé lo mío en conseguirlo ya que no pensaba en otra cosa, se aventuró a atravesar aquella frontera metálica que las esperaba anhelante, ansiosa, esperanzada, tras mis labios. Ni siquiera por piedad con mis más que evidentes pesadumbre y desazón. A lo mejor se figuraban que había que llevar pasaporte o salvoconducto, no te digo. Hombre, hierros, haber había, eso está claro, pero tampoco es que fuese una alambrada sembrada de espinos y casamatas con ametralladoras como para que tuvieran tanto reparo a la hora de traspasarla. ¡Pero si yo estaba deseando levantarles la barrera y abrirles paso por la aduana en cuanto quisieran! Y la falda o la blusa y lo que hubiera debajo de ambas, eso también. Con profundo dolor he de confesar que a pesar de mi buena disposición, total entrega y exhaustivo entrenamiento mental sumados a las diversas estrategias dirigidas a tal fin, no hubo manera de, como también suele decirse, "pillar cacho": todas las mozas, sin excepción, esbozaban un ligero mohín de desagrado y experimentaban un paulatino y resuelto desapego físico, cuando no un rechazo explícito, casi violento a veces, en cuanto el menda abría la boca con erótica intención y se hacía visible el andamiaje metálico forrando los piños. Yo ponía todas las facilidades de mi parte, me dejaba querer todo lo que podía, tragaba con lo que no está escrito, de verdad que sí, pero no picó ninguna. Miento: una vez sí que besé a una chica que se apiadó de mí, aún con los hierros puestos. Siempre, queridos míos, hay un alma buena dispuesta al sacrificio. De modo que una tarde, y antes de que a ella le diera tiempo a arrepentirse del impulso piadoso, nos alejamos de los demás, buscamos un aparte discreto y frondoso en el parque, y sin más demora ni zarandajas dimos comienzo a lo que yo imaginé, más contento que unas pascuas, frenético besuqueo y, acaso, esto ya se vería, algo más. Besuqueo y quiméricas esperanzas que se dieron de bruces contra la cruel realidad casi antes de empezar porque entre el aparatoso armazón bucal y mi frenesí largamente contenido, en firme y singular alianza con la falta de costumbre, a las primeras de cambio le hice a la chavala un buen descosido, por no decir un roto en toda regla, en el labio de abajo (el de la boca, nos seáis mal pensados, cochinos, que sois unos cochinos). A la tía, que se puso medio histérica en cuanto notó en las papilas los típicos calorcillo y sabor del rojo y vital fluido, después de propinarme un enérgico empujón que me tumbó en el suelo, presa del estupor, cuan largo era, le faltó tiempo para ir corriendo a contárselo, o más bien chillárselo, a la peña. Gimiendo entrecortadamente, con la barbilla goteando sangre y el colorete y el rímel corridos por las lágrimas, aquella frívola tiquismiquis, aquella romántica al revés, aquella revoltosa con pecas y pechitos aún en formación pero ya prometedores, les relató a todos los colegas la amarga peripecia sufrida en mi compañía con pelos y señales. Y ahí, ay, se malograron de raíz todos mis posteriores intentos de seducción adolescente en la sección féminas de aquella cofradía de ingratos e insolidarios.
Mi
intención, después de reponerme mal que bien del chasco sacudiéndome la ropa y recolocándome el poco orgullo que aún me quedaba intacto, era volver al lugar habitual de reunión de la pandilla con la
máxima dignidad posible y aguantando el tipo como un machote con esa actitud bizarra de aquí no ha pasado
nada y un accidente lo tiene cualquiera, pero cuando llegué adonde se suponía que tenían que estar mis compinches de ambos sexos se habían largado
todos, allí no quedaba ni el tato. Tan solo me encontré con una lagartija tomando el solecito encima de una piedra. Y hasta esta se largó a toda mecha hacia el agujero más próximo en cuanto me guipó invadiendo su radio de seguridad. El suceso me marcó hasta tal punto que hoy es el día en que, por más que he rebuscado en la memoria, no he podido acordarme del nombre de aquella pelandusca. Algún extraño mecanismo de defensa, o de venganza, vaya usted a saber, de la psique, supongo.
Hasta los diecisiete bien cumplidos, ya sin los putos cacharros en la boca, no empecé a besar a las chicas como es debido, esto es, sin indeseados percances ni escándalos innecesarios, si bien, como es de comprender, todavía algo escaso de pericia.
Eso sí: nunca he tenido tantas amigas como entonces.