domingo, 30 de junio de 2013

Novela / Cuento / Poesía

 

La novela es ese río en el que te bañas gozoso y confiado y donde al menor descuido, tuyo o del autor, te ahogas.


El cuento es una intensa conversación cara a cara con un café de por medio que hay que tomar antes de que se enfríe y pierda su aroma.


La poesía es una confidencia al oído cuyo secreto te transfigura sin que ni siquiera sepas cómo. 

Imagen: Ferdinando Scianna

jueves, 27 de junio de 2013

Pa´que bailen los muchachos (tango 1942)



Esta noche me voy con Lali y Yoli a Badajoz a bailar tango a la miloga "La Maleva", que con tanto acierto y entusiasmo organizan Paca y Diego cada cierto tiempo. Siempre que hemos ido hasta allí nos hemos sentido muy bien acogidos por sus bailarines habituales: Toni, Matías, Pilar, los dos Antonios, Asun, Ángela, Yolanda, Marisa, Ana Teresa, Raquel, Torrado, Ramiro, Alfonso, el otro Diego... 
Con esta entrada quiero darles las gracias a todos, los citados y también los que no.

Con un poco de suerte a lo mejor hoy ponen este Pa´que bailen los muchachos de Enrique Cadícamo en la espléndida versión de Aníbal Troilo ("Pichuco") y la voz de Francisco Fiorentino.

En todo caso, estoy seguro de que Diego sabrá, como siempre, hacer las delicias de los que vayamos con su selección de música. 


Pa´ que bailen los muchachos (1942)

Música: Aníbal Troilo
Letra : Enrique Cadícamo
Cantor: Francisco Fiorentino

Pa´ que bailen los muchachos
via´ tocarte, bandoneón.
¡La vida es una milonga!


Bailen todos, compañeros,
porque el baile es un abrazo;
bailen todos, compañeros,
que este tango lleva el paso.
Entre el lento ir y venir
del tango va la frase dulce.
Y ella baila en otros brazos,
prendida, rendida por otro amor.


No te quejes, bandoneón,
que me duele el corazón.
Quien por celos va sufriendo
su cariño va diciendo:
no te quejes, bandoneón,
que esta noche toco yo.


Pa' que bailen los muchachos
hoy te toco, bandoneón.
¡La vida es una milonga! 



miércoles, 26 de junio de 2013

La operación (triste, solitario y final)



De regreso a mi habitación en el hospital, que compartía con otros cinco desgraciados camaradas de infortunio, y exceptuando unos días de permiso que me concedieron para pasar las navidades en casa, entre unas cosas y otras me chupé casi dos meses más de encierro y condena (allí lo llamaban “recuperación”) en aquella santa casa hasta que me dieron el alta definitiva. Lo de “santa casa” viene a cuento porque aparte de unas pocas enfermeras seglares cortadas por el mismo patrón de la nazi y feas de cojones, que parecían desechos de tienta, solteronas resabiadas cual vaquillas de capea, casquería mujeril, el resto del personal femenino eran religiosas, ignoro de qué orden: cocineras, limpiadoras, celadoras, más enfermeras... que también parecían rivalizar en su mayoría con las de paisano en ver cuál de ellas podía ser más puñetera e hija de su madre con los pobres infantes allí confinados sin escapatoria posible.

En perfecta consonancia con la aciaga sociedad nacional-católica de la época, aquello, más que hospital infantil parecía una mezcla diabólica de hospicio, cuartel y convento surgida de alguna mente enfermiza: misa obligatoria los domingos y fiestas de guardar, disciplinas varias durante el día, juegos vigilados muy de cerca, castigos a tutiplén a la mínima, tajante separación de sexos y horarios rígidos y ridículos, arbitrarios a más no poder. Sólo nos faltaba hacer la instrucción (los chicos) y sus labores (las chicas). La alegría de la huerta, vamos. La psicología infantil no parecía ser una especialidad bien vista en aquella institución. Es más, yo diría que ni siquiera habían oído hablar de ella. Todo eso de la piedad, la bondad, o la caridad cristiana, como que se les había olvidado. Claro, como nunca lo ponían en práctica como se debe, es de comprender.

Aparte de lo antedicho, y por ir acabando ya, que lo poquito agrada y lo mucho cansa, conservo de aquellos lances y desventuras un costurón muy aparente que va en horizontal y con un leve declive desde los aledaños del pezoncillo izquierdo hasta casi la mitad de la espalda en dirección a la columna. Durante mucho tiempo me avergoncé de aquella “herida de guerra” y no me atrevía a mostrarla, la escondía como si fuera un baldón, pero cuando llegó a mis oídos que a muchas chicas les ponen estas cosas de las cicatrices (mentira cochina, dicho sea de paso, no os lo creáis), a las primeras de cambio, y con cualquier miserable excusa (que si, uf, qué calor hace, ¿no?, que si toma, te la regalo, que sé que te gusta...), me quitaba la camiseta para que las chavalas pudieran verla y aun admirarla de cerca. Y cuanto más de cerca, mejor. Hombre, más que nada por si sonaba la flauta y con la tontería pasábamos a mayores.

Que, todo hay que decirlo, ay, infelice de mí, no sonaba casi nunca, porca miseria, tanto sufrir para nada.

martes, 25 de junio de 2013

La operación (8)



Dos meses después de pasar mi primera noche allí, una mañana me despertaron a deshora, quiero decir antes que al resto de camaradas de encierro y pesadumbres. La Asun, acompañada de un forzudo con bigote y rizos rubios al que nunca había visto antes (se daba un aire a Harpo Marx porque además tampoco hablaba) y mi madre, que me miraba llorando otra vez (lloraba cada vez que iba a verme, lo que no contribuía a levantarme el ánimo que se diga, que digo yo si no podía venir ya llorada de casa), me llevaron a otro edificio del hospital. El musculitos, sin decir ni pío, me arrancó de la cama como quien se saca un moco o se tira un pedo y me plantó en un santiamén en la camilla que traía con él. No me dejaron ni desayunar.

Nada más entrar en el nuevo pabellón me despojaron del pijama dejándome en cueros, me cubrieron las vergüenzas con una sábana tiesa, y hala, para adentro: yo, iluso de mí, pensaba en más radiografías, más análisis, más jarabes, pero cuando el tío del bigote y yo (los dos solos, que mi madre y la Asun se quedaron fuera) atravesamos una puerta en cuyo dintel se podía leer la palabra quirófano en letras bien gordas, con mis pocas entendederas comprendí que el día se me había torcido, pero bien. Es lo que tiene la rutina hospitalaria, que acabas sabiéndotelas todas: en cuanto te sacan de ella, y como no sea para darte el alta, las vas a pasar canutas, seguro.

Dentro del quirófano, de charleta amigable entre ellos, había un grupo de médicos y enfermeras que apenas desviaron la mirada cuando entramos mi mudo portador y yo. Harpo, haciendo otra vez gala de su poderío físico, me levantó de la camilla y me trasladó ipso facto a lo que luego supe que se llamaba “mesa de operaciones”. En cuanto aterricé en ella encendieron un potente foco circular con un montón de luces encima de mí, y uno de los de la bata verde se me acercó decidido mientras los demás tomaban posiciones ya embozados con las mascarillas y las enfermeras enredaban con el instrumental que había en una mesita auxiliar al lado. Con todos aquellos elementos alrededor casi me figuré encontrarme en una nave marciana y que los alienígenas que me rodeaban estuvieran a punto de diseccionarme. Decir que estaba acojonado es poco: me entró un desasosiego de intestinos que me costó un mundo sujetar. Era lo que me faltaba, vamos, cagarme en el quirófano delante de la peña. Más munición para la Asun.

-A ver, chaval, ¿sabes contar? -me interrogó el extraterrestre que tenía más cerca. Cuando asentí con la cabeza, porque la voz no me llegaba a la garganta ya que toda la fuerza la estaba empleando en sujetar el esfínter, supongo que como consecuencia del acojone ya citado, me dijo que contara para atrás desde cien cuando él me lo dijera. Sentí un pinchazo en el dorso de la mano y, casi al instante, el mandato de empezar con la aritmética al revés. Creo que no llegué ni al noventa antes de sumirme por completo en las tinieblas del sueño. No me dio tiempo ni de ponerlos a parir mentalmente.

Desperté horas más tarde muerto de sed, con la boca seca como un zapato (si serían cabrones, que pedí agua como pude con un hilillo de voz y me trajeron zumo de limón al natural, ni siquiera con un poquitín de azúcar, que no creo yo que les hubiera costado mucho echarle una cucharadita. Y encima tardaron un huevo) y una tirantez en pecho y espalda que casi me impedía cualquier movimiento que no doliera. De mi pobre cuerpo lacerado salían dos apéndices tubulares de goma (parecía un cyborg de esos de las pelis de ciencia ficción) que iban a parar a un asqueroso recipiente situado a la vera de la cama. A esas gomas sanitarias les llamaban drenajes, pero a mí, excepto en el color (marrón caguetilla contra naranja fosforito), lo que me parecían eran primas hermanas de las de la bombona de butano.

Lo que recuerdo con más pavor del posoperatorio fue el día que me quitaron los tubos de cyborg (que pensé que me iba a desinflar como un globo cuando me los sacaran) y me cosieron los puntos para cerrar los boquetes. Con el de la espalda, chulo que es uno, es que ni me enteré, yo creo que silbé y todo. Pero el pespunte del de la tetilla todavía lo tengo presente como una de las experiencias más terroríficas de mi vida. En favor del personal sanitario debo decir que tuvieron el detalle de avisarme para que no mirara y pensara en cosas bonitas y agradables (menuda gilipollez: a ver quién es el guapo que se pone a pensar en esas memeces cuando sabes a ciencia cierta que te van a putear de lo lindo), pero yo no podía apartar la vista de aquella aguja curva que se acercaba inmisericorde a mi pobre cuerpecillo y de la que colgaba un siniestro hilo negro.

¡Virgen Santísima de las Angustias Divinas y el Consuelo Redentor, qué dolor más doloroso cuando la aguja hizo carne! Y encima, como no me estaba quieto, no acertaban con el sitio correcto y me pincharon qué sé yo las veces. Como lamentos de fantasma, como sonidos de ultratumba, como ulular de ánimas en pena aún deben de estar resonando por pasillos y consultas los espantosos gritos que pegué en aquella terrible mañana de diciembre.

Por buscar algo bueno al asunto, que el que no se consuela es porque no quiere, por lo menos no fue la Asun la encargada de la costura epitelial. Si la llego a ver avanzando hacia mí con la aguja doblada en ristre, a buen seguro que no estaría ahora aquí contando estas cosas porque fijo que me hubiera dado un infarto sin marcha atrás

Continuará...


lunes, 24 de junio de 2013

La operación (7)



Pero, si no eres un memo o un papanatas de nacimiento, que entonces no hay nada que hacer, es atributo esencial de la infancia rebelarse ante lo impuesto por la fuerza. Y a ello nos dábamos con ahínco en la medida de nuestras escasas posibilidades los ingresados allí. El hospital estaba dividido en dos secciones denominadas coloquialmente “la de los de pulmón y la de los de corazón”. Y como si los afectados por alguna patología de uno u otro signo fuésemos forofos acérrimos del Madrid o del Atleti un día de derby liguero, tampoco nos tragábamos mucho que se diga y nos liábamos a mamporros unos con otros a las primeras de cambio. Allí, claro, lo sabían perfectamente: las colas que se formaban todos los días a las mismas horas para suministrarnos las pastillas y los jarabes tenían que hacerlas procurando que no coincidiéramos en ellas los de uno y otro bando. Hasta en el comedor había turnos diferentes en desayuno, comida y cena para que la cosa de la pitanza transcurriera en paz.

Pero como la burricie y la estupidez también son consustanciales al género humano en todas las etapas de la vida, en vez de aliarnos contra nuestros kapos con bata, que hubiera sido lo de sentido común, gastábamos las energías en sacudirnos entre nosotros, en dirimir mediante absurdas batallas nocturnas una especie de guerra larvada. Batallas alimentadas durante el día en súbitas y ocasionales escaramuzas que, como golpes de mano bélicos, nos propinábamos unos a otros, ya se ha dicho, a la menor ocasión.

Las fuerzas numéricas entre pulmonares y cardíacos solían andar parejas, y aunque había veces en que gracias a las altas y permisos alguno de los bandos superaba ampliamente al otro, era este de la paridad de efectivos un factor muy a tener en cuenta si queríamos salir triunfantes, o al menos no malparados, en las trifulcas.

En nuestro ejército "pulmonar”, los que perdían el resuello a las primeras de cambio en las refriegas cuerpo a cuerpo (los asmáticos confesos, los enclenques de chicha, los gallinas de por sí…) eran destinados a labores de espionaje e información: localización de objetivos, vías de ataque y escape, posibles sabotajes en las trincheras enemigas para minarles la moral… Con toda aquella información a mano, la cosa se nos figuraba coser y cantar, un voy y vengo, un ve calentando la comida que enseguida estoy allí. Por riguroso turno enviábamos comandos noche tras noche para asaltar sus posiciones en busca de cualquier botín: ocultación de medicamentos, requisa o saqueo inclemente de ropa, zapatos y provisiones, embadurne de betún, empape de literas… Es evidente que no siempre salíamos con bien de todo aquello: los sufrientes de la víscera cordial se defendían con astucia y valor de nuestras acometidas e incursiones, cuando no eran ellos los que irrumpían en tropel en nuestras defensas con descaro y arrojo.

Lo peor, con todo, no eran esas refriegas a deshora de las que a veces salíamos trasquilados y con el rabo entre las piernas: lo peor era sortear indemnes una especie de zona muerta, de tierra de nadie, un terreno desmilitarizado, un, diríamos, checkpoint Charlie donde estaba el cuarto de guardia de las enfermeras como puesto fronterizo entre las dos secciones. En aquellos pasillos desolados era casi una temeridad aventurarse de noche, pues reinaba en ellos una oscuridad amenazadora que apenas lograba mitigar el minúsculo resplandor aportado por los globos de cristal traslúcidos que colgaban de los techos: lámparas que daban una luz de pena, pobretona y sucia, con un asqueroso color como de mantequilla calentada de sopetón, como de calzoncillo con muchas puestas seguidas, algún "adorno" indeseado y falto de agua y jabón.

Las enfermeras, sabedoras de nuestra inquina mutua (ellas también tenían servicios de información; y muy buenos, por cierto), solían estar vigilantes. Había que pillarles muy bien las vueltas para esquivar su ojo de lechuza, su olfato de sabueso, su radar de murciélago. Pero había noches en que, aburridas, aflojaban el celo en la alerta, yo sospecho que a propósito, para divertirse un rato a nuestra costa y hacer más entretenida la guardia forzosa.  Pasado este punto ya no había vuelta atrás, había que completar la misión sí o sí, retroceder no era una opción porque el repliegue hubiera significado encontrarnos entre dos fuegos y con los flancos al descubierto.

Uno de los botines preferidos de las razias nocturnas en campo contrario eran los suministros que las madres aportaban con generosidad, y aun exceso, los días de visita. Todos los domingos, las madres (pelo recién cardado, exceso de carmín y colorete, colonia a granel…) llegaban en manadas bien surtidas de provisiones: tabletas de chocolate, alguna muda limpia, magdalenas caseras, rodajas de chorizo o jamón… Esto último estaba prohibido, pero la mayoría de ellas estaban más que versadas en pasar los controles sin que les detectasen el fiambre de contrabando. Y, sobre todas estas viandas tan caras al paladar infantil, los también muy necesarios soportes "espirituales" tan propios de la edad: cromos, canicas y tebeos, muchos tebeos. ¡Me habré leído yo pocos Pumbys, Jabatos y tebeos del TBO! Y de gorra y por la cara, porque lo que es mi madre no me llevaba ni uno. Ella era más de yogures y jerséis, de calcetines y bufandas. En cuanto las mamis se iban, empezábamos con el mercadeo a lo pobre: te cambio esto por eso, te doy diez bolindres por media tableta, el bocata chorizo por un Guerrero del Antifaz

Ahora que lo pienso, veo que aquello fue como una especie de entrenamiento para la mili, donde también se las tenían tiesas de común veteranos y “conejos” y las escaramuzas nocturnas eran bastante más cruentas. 

Continuará...