viernes, 21 de junio de 2013

La operación (5)



Cuando vi llegar a la enfermera a la consulta como haciéndose la tonta y como si yo, además de por el hecho de ser un crío tuviera que ser también imbécil (delataban sus funestas intenciones una jeringuilla de cristal asomando amenazante por el bolsillo de la bata y un lunar piloso y repelente en el pómulo derecho), empecé a temerme lo peor. En efecto, no me equivocaba, era lo peor: por decirlo suavemente, aquella enfermera y yo no acabamos de caernos simpáticos en los casi cuatro meses que permanecí en aquella santa casa.

Nos llevábamos a matar, la verdad sea dicha. Fue como un flechazo de antipatía mutua lo que hubo entre ambos en cuanto nos echamos la vista encima y sopesamos casi al vuelo las mutuas habilidades y posibles puntos flacos, lo que podíamos esperar el uno de la otra y viceversa. Un flechazo (y no asestado por Cupido precisamente)  que nos atravesó de parte a parte y provocó de buenas a primeras destrozos irreparables en la obligada relación que tendríamos que mantener a partir de entonces bien a nuestro pesar. Sobre todo, el mío.

Yo era pequeño, vale, pero astuto y bravucón, curtido en los sinsabores y códigos de supervivencia callejeros; lo malo del asunto es que ella era arisca y robusta (a ojo de buen cubero, calculo que andaría entre sus buenas siete u ocho arrobas, aunque puede que me quede corto en la valoración) y más matona todavía, con una experiencia y antigüedad en el ramo de varios quinquenios a cuestas. Así que las hostilidades, estaba cantado, empezaron casi de inmediato y sin tregua: una blitzkrieg, una guerra relámpago como la de los alemanes cuando invadieron Polonia sin previo aviso. Y al igual que en el 39, y como era de esperar, el panzer teutón (ella) llevó casi siempre todas las de ganar en su desigual enfrentamiento contra la romántica caballería polaca (yo).

Eso sí, en tan aciago día, y para ir marcando territorio frente a aquella amenaza con bata, no me rendí de buenas a primeras, no, menudo era mi menda: para lograr su propósito, mi madre tuvo que emplearse a fondo y suministrarme una variada ristra de tortazos y soplamocos hasta derrumbar mis defensas (y aunque era una experta atizadora, aquella vez lo hizo muy a su pesar, lo sé. Más tarde lo negaría, pero puedo jurar que entonces vi asomos de lagrimillas en sus ojos azules mientras me sacudía a modo el pellejo para que la soltara de una puñetera vez) porque yo me agarraba como un poseso a lo que fuera (a ella, a la mesa del médico, al armatoste de hierro con el archivo de los historiales, a los marcos de las puertas…) resistiéndome con ahínco y fiereza a la reclusión forzosa en el hospital y a caer en poder de la harpía. La tal, entretanto, parecía afilar el pico y las garras y relamerse de gusto ante su nueva y tierna víctima contemplando el grotesco espectáculo, el dramático sainete que estaba teniendo lugar en el despacho del galeno. Igual que el médico con mis pulmones, se conoce que ya me barruntaba yo algo chungo con aquella tía

Continuará...

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