Cuando yo andaba en esa
imprecisa frontera entre la niñez y la adolescencia (digamos entre los 12-14
años), todavía sin risibles pelillos en la sotabarba y otros lugares más
recónditos de la anatomía, pasaba muchos ratos en los bares del barrio viendo a
los viejos jugar al mus con barajas resobadas. Solían marear durante horas un
palillo entre los dientes o portar un cigarrillo pinzado en la oreja o adherido
a las comisuras y calzar en la azotea boinas aún más trilladas de mugre que los
naipes. Siempre había un corro de mirones alrededor de las baqueteadas mesas y
sillas de formica y algunas veces los jugadores se aprovechaban de la
concurrencia.
-Chico, tráeme un
vinito, anda-, ordenaban como si nada al que tuvieran más a mano. -¡Y el aperitivo!, recalcaban por si acaso.
Y tú obedecías al instante por si las moscas. El caso es que cuando comenzaba
la partida yo me situaba detrás de alguno de los jugadores, veía sus cartas y me iba detrás del
siguiente. Y así con los cuatro. Parecía un moscón revoloteando alrededor de un
bizcocho. Y cuando ya había visto las cartas de todos y me había hecho una posible
idea de por dónde podrían ir las cosas, alguno de ellos decía “mus”, y hala,
cartas boca abajo en la mesa y a repartir otra vez. Nunca me enteraba de las
jugadas, jamás supe a ciencia cierta merced a qué arcano misterioso ganaban
unos y no otros, por qué jugaban con tan solo cuatro naipes, qué puñetas era
aquello de chicas, grandes, pares, juego, órdago…. Pero el caso es que me embobaba con
la rápida sucesión de envites y con cómo repartían luego el botín los ganadores
de cada mano.
Siempre pensé que saber
jugar al mus era algo que se adquiría con la edad y que, como por ciencia
infusa, cuando llegara a viejo me sentaría en alguna silla similar con todo el
derecho y dispuesto a lanzar órdagos a diestro y siniestro.
Pero que va; nunca he
aprendido esa habilidad con los naipes y bien que lo lamento. Estoy seguro de
que mejor me hubiera ido, porque muchos de los órdagos que he lanzado en la
vida, a veces sin ton ni son, apenas guiado por una ciega, y luego demostrada
inútil confianza, casi siempre se me han vuelto en contra.
Como un bumerán terco.