Otoño
La cotidiana estampa de la vida sencilla
me cerciora del tiempo transcurrido y distancia
años de vino y rosas definitivamente
idos.
Pensé que debería decir a mis amigos
que ha llegado la hora de dar un golpe seco
en la mesa del mundo, donde se pasa lista
a las grandes razones y a las definitivas
hazañas de los hombres.
Y escribí este poema.
Decirles que nos queda poco tiempo y maltrecho
para dar las respuestas a todas las preguntas
que la edad nos escupe con obstinada furia.
No sé si mis amigos están para estos trotes
ni siquiera conozco mi propia resistencia.
Han pasado los años, granadas las cosechas,
y somos ya señores de respetada estampa
que protegen sus cosas como viejos felinos
sentados al ocaso.
Debiera de expresarles a mis buenos amigos
la duda metafísica que me congela el alma:
un hombre que descubre la clave del camino:
ver pasar a los otros desde la orilla quieta
sin saber si está ciego o la noche ha llegado
hasta el borde pasmado de sus ojos abiertos.
Mis amigos trabajan y en silencio transitan
por su vida ordenada, sin preguntas ni acechos
ni malos pensamientos ni deseos impuros.
Han puesto barandillas para cuidar turistas
que impúdicos se asomen al volcán de sus pechos.
Escriben, ganan pasta, pontifican y gozan
con calculado riesgo.
Apenas se vislumbra de pasión un adarme,
un diezmo de lujuria, escátimas al orden
en sus frentes marchitas.
Mis amigos lo saben y ejercen su derecho
de madurez oronda que mira la dorada
memoria del tesoro definitivamente ido.
Sus hijos espejean el vigor de sus sueños
y en sus malas palabras, sus gritos y sonrisas,
narran la pesadumbre desolada del tiempo.
Todo comienza y pasa con obstinada prisa;
son muchos los ejemplos que ilustran cada día
la medida fugaz de la dicha y el beso.
Mas no sirve de nada el escarmiento dulce
que la vida nos brinda al descontarnos horas.
[de Tratado de ignorancia]
José Luis Bernal Salgado (25 de julio)