"El mundo estaba envuelto en llamas y yo me dedicaba a sacarle ruidos chirriantes a mi violín. El niño Nerón. Una vez, de camino al mercado, pasé junto a una cuneta llena de gente a la que le habían cortado el cuello. Después cogí piojos por ponerme un casco alemán.
Esta es una historia que se contaba siempre entre los miembros de mi familia. Recuerdo aquellos inviernos posteriores a la guerra en los que pasábamos hambre y frío. Nos acurrucábamos todos en torno a una estufa de carbón y charlábamos preocupados sobre nuestra situación hasta altas horas de la noche. Tarde o temprano, inevitablemente, alguien sacaba a colación mi casco alemán infestado de piojos para relajar el ambiente con un toque de humor. A los mayores se les llenaban los ojos de lágrimas de tanto reír. Un muchacho lo bastante tonto para andar por ahí con un casco alemán lleno de piojos. ¡Está plagado de ellos! ¡Hasta un ciego los habría visto!
Yo les escuchaba sin decir nada, fingía que me hacía tanta gracia como a ellos, afirmaba con la cabeza mientras para mis adentros me decía que no eran más que un puñado de imbéciles. Ellos, por supuesto, no tenían ni idea de cómo me había hecho con el casco y no iba a ser yo quien se lo contase.
Fue al día siguiente a la liberación de Belgrado. Estaba en el recinto ferial junto a la iglesia de San Marcos con unos muchachos mayores que yo, sin mucho que hacer, husmeando por ahí. Entonces, de pronto, los vi: dos soldados alemanes, obviamente muertos, tendidos en el suelo. Nos acercamos para verlos mejor. No tenían armas. Les faltaban las botas, pero había un casco que había caído al suelo. No recuerdo qué hicieron los otros, pero yo fui directo a por el casco. Me acerqué de puntillas procurando que los soldados muertos no despertaran, mientras mantenía la mirada apartada. No llegué a verles la cara, aunque a veces tengo la sensación de que sí se la vi. De todo lo demás que sucedió en aquel momento guardo un recuerdo intensamente claro".
De La vida de las imágenes (Charles Simic), Vaso Roto, 2018
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