viernes, 27 de febrero de 2015

El barbero de Cajal


Hará cosa de un mes, en una feria de libros antiguos en Badajoz, tropecé con gran alegría con este volumen de memorias de Santiago Ramón y Cajal que llevaba tiempo buscando en cuanta almoneda, tenderete, e incluso mísera lona en el suelo colmada de papel impreso, me salían al paso.

De él extraigo este curioso pasaje referido a cuando el gran científico aragonés estuvo ejerciendo de mancebo de fígaro:


“Harto conocida es la psicología del barbero para que yo caiga en la tentación de descubrirla a mis lectores. Nadie ignora que los legítimos rapabarbas son parlanchines, entrometidos, aficionados a los toros, tañedores de guitarra o de bandurria; pero no es tan notorio que en su mayoría profesan ideas republicanas y aun socialistas. Sin embargo, en mi amo quebraba la regla, pues ni tocaba la guitarra ni era dicharachero; en cambio, entraba en la grey común por sus radicalismos políticos y sus alardes revolucionarios. Adornábale otra flor, no frecuente entre la gente del oficio: profesaba la religión de la guapeza. Cuando acudían a afeitarse sus camaradas de juergas y de rondas, no se hablaba en la tienda sino de riñas, broncas, punzadas, jabeques y madrugones. Más de uno de aquellos parroquianos había visitado la cárcel y ostentaba en el pecho honrosas cicatrices y cuchilladas recibidas cara a cara. Sin ser mi amo jactancioso ni hablador, cuando venía a cuento y estaba en vena de confidencias, refería grave y complacientemente las trifulcas y jaranas de que había sido protagonista, y en las cuales, obrando en defensa propia y siempre en buena lid, había dado buena cuenta de sí. Lo que él decía: “O ponerse o no ponerse; no soy pendenciero, pero el que me busca me encuentra”.

Sus compadres aprobaban sus máximas y celebraban sus bravatas. Por las muestras de veneración y respeto que le rendían, vine a conocer que el señor Acisclo tenía malas pulgas. Era, además, entre aquellas gentes autorizado definidor de agravios y juez inapelable en asuntos de honra y caballerosidad callejera.

La conversación entre maestro y parroquianos giraba a menudo sobre política. En ocasiones, hablaban quedo, comunicándose no sé qué noticiones. Nuestra curiosidad, empero, vencía todo disimulo. Tuvimos noticia de las conspiraciones de Prim, Moriones y Pierrad, generales desterrados que, al decir de nuestros contertulios, estaban a punto de pasar la frontera al frente de nutrida tropa de carabineros y de bravos montañeses de Jaca, Hecho y Ansó, a fin de proclamar la revolución y derrocar las en aquellos tiempos llamadas ominosas Instituciones.

Aquellos inofensivos ojalateros (sic) frotábanse las manos de gusto, saboreando de antemano el triunfo irremisible de la soberanía nacional y la vergonzosa derrota de serviles y moderados.

Mientras tanto, la infeliz esposa del barbero, que no compartía las esperanzas de los conspiradores, antes bien, recelaba alguna vil delación, vivía en perpetua alarma; temía que cualquiera noche, según ocurría a menudo en aquellos tiempos, registraran los polizontes la casa y se llevaran al marido desterrado a Fernando Poo.

A la verdad, yo no entendía jota de política, pero me seducían zaragatas, jaranas y marimorenas. Diera entonces cualquier cosa por presenciar un motín o asistir a la construcción y defensa de una barricada. Además, por instinto atraíame el llamado credo democrático, que casaba admirablemente con mi exagerado individualismo y mi ingénita antipatía hacia el principio de autoridad. Como en el cuento del fraile, me cargaba el prior sólo por ser prior”.

Santiago Ramón y Cajal

Mi infancia y juventud, Colección Austral, sexta edición, págs. 112-113

 


3 comentarios: