Igual
que moscas a tarro de miel, tal que ruines especuladores a reclamo de recalificación
en ayuntamiento playero, como ávidos carroñeros al arrimo del rico cadáver, empezábamos
a acudir a sus mesas a partir de la una y media, después de dar de mano a la
mañana de trabajo y echar cierres o bajar persianas. De lunes a viernes, allí
íbamos recalando casi de seguido los habituales de sus manteles, a los que a veces se sumaba algún
forastero de paso y con hambre arrastrando una maleta desde la cercana estación.
Para llegar al local desde donde yo trabajaba, tenía que atravesar el
Manzanares por un puentecillo tan mísero como sus aguas y recorrer un buen trecho por una avenida
flanqueada de almacenes, talleres, garajes y algún pequeño comercio en una de
las aceras y un parque municipal en la de enfrente.
Los currantes formábamos una larga fila camino del local en medio de risotadas, varios cigarrillos echando humo a todo trapo en insana competencia negra y rubia y mucho palmeo de pecho y espalda entre colegas de oficio. Yo no, por supuesto: por aquel entonces no fumaba, apenas si tenía quince años, menos motivos aún para la risa, y si alguno de aquellos tipos me hubiese palmoteado en el pecho o la espalda sin previo aviso podría haber sufrido desviación de columna o fisura de esternón por lo menos.
Oficios que un fisgón tampoco demasiado avispado podría deducir sin mucho esfuerzo por los atuendos de los viandantes en pos del papeo cotidiano: monos de albañil o mecánico, plomizas batas de impresores, trajes baratos de oficinista o contable, chaquetillas de camionero, digna y variopinta pobreza en los ropajes de los aprendices… No había que ser Sherkock Holmes, vamos.
Los currantes formábamos una larga fila camino del local en medio de risotadas, varios cigarrillos echando humo a todo trapo en insana competencia negra y rubia y mucho palmeo de pecho y espalda entre colegas de oficio. Yo no, por supuesto: por aquel entonces no fumaba, apenas si tenía quince años, menos motivos aún para la risa, y si alguno de aquellos tipos me hubiese palmoteado en el pecho o la espalda sin previo aviso podría haber sufrido desviación de columna o fisura de esternón por lo menos.
Oficios que un fisgón tampoco demasiado avispado podría deducir sin mucho esfuerzo por los atuendos de los viandantes en pos del papeo cotidiano: monos de albañil o mecánico, plomizas batas de impresores, trajes baratos de oficinista o contable, chaquetillas de camionero, digna y variopinta pobreza en los ropajes de los aprendices… No había que ser Sherkock Holmes, vamos.
El
objetivo de nuestra marcha (“Manolo Casa de Comidas”, rezaba tal cual el
cartelón de la fachada en letras rojo y gualda -en rojo las capitulares, en
gualda el resto-), si no lo que se dice cómodo, si era, a su manera, acogedor y
cálido. Bien es verdad que más por una cierta camaradería entre los comensales cimentada en el trato habitual
(aunque no siempre, como luego se verá) que gracias a los pésimos modales del personal de servicio, dos mozancones
gemelos y carigranados amén de desabridos, descorteses, ácidos incluso, o al
mobiliario casi espartano, fastidioso, torturador, del que estaba dotado el
lugar del condumio: mesas de patas metálicas en ángulo y formica marrón para cuatro donde cabían cinco, y
hasta seis, si ello fuera menester; sillas duras e incómodas para que la cosa
no se alargara más de la cuenta una vez satisfecho el trámite alimenticio y se renovara
rápido el personal en aguardo de pitanza; manteles y servilletas de usar y
tirar, aunque no siempre; palilleros de cartón ajado y ceniceros de lata con propaganda de alguna vetusta marca de bebidas o tabaco…
El
mostrador, con tapa de un mármol lapidario y múltiples combates a cuestas
frente a estropajos bien servidos de sosa caústica o lejía, tenía un fregadero de
loza color mierda en una esquina y era de los de porte alto, pero alto; tanto,
que algún parroquiano retaco pedía los quintos o los chatos con la gorrilla o
la boina a la altura de la barra. Encima de la misma lucían unas cazuelas de
barro desportillado con las únicas tres clases de aperitivos que allí se
despachaban, a saber: sobras recicladas y frías del menú del día anterior, altramuces (también llamados "chochetes") salados como perros, y unos inciertos y un tanto vetustos pececillos (sardinillas en aceite decía el Manolo que eran, pero vaya usted a saber qué demonios serían) con un más que peculiar
y poco fiable color en las escamas porque sardinas, desde luego, no parecían así a simple vista. Yo creo que aquellos “hijos de la mar”, como dice el verso, y fueran lo que puñetas fuesen, estaban
momificados desde la inauguración del negocio porque
jamás vi a ningún parroquino con ánimo de hincarles el diente. Si llevarían tiempo en calma chicha tierra
adentro, náufragos al revés en aquella balsa de barro, marineros en tierra lejos de su líquido y salobre elemento, que ya había quien ya los saludaba como a viejos conocidos. Alguno, socarrón y osado queriendo hacerse el saleroso, incluso les preguntaba por la familia o se despedía hasta mañana de los peces mientras los camaradas de gremio se partían el culo de la risa bajo la suspicacia del Manolo, quien asistía a la bufonada con el ceño alerta, que la gracia a cuenta de los bichos de su mostrador no le hacía ni puta gracia. Y es que aquellos pescaditos de agua salada llevaban tanto tiempo brindándole compaña en la barra que ya los quería casi como a hijos.
En
los estantes de los licores, decorados, por así decir, con mucho banderín del Atleti, tapetitos de ganchillo en las baldas y añosas fotos del pueblo (de la parte de Albacete, creo), puñetitas todas ellas bien servidas de humazo rancio y grasas varias, destacaban una
roñosa lata de Cola-Cao que ejercía de
bote para las propinas y una rústica estaca de alcornoque con nudos colgada de un gancho. Como
muda y disuasoria advertencia contra los remolones al pronto abono de las consumiciones, la citada tranca llevaba grabada a fuego esta leyenda: "Si no pagas,me desculego". Porque allí no se fiaba ni al papa santo de Roma: comías, pagabas; comías, pagabas; comías, pagabas. Sencillo y efectivo, que no era el patrón amante de muchas sutilezas financieras ni empréstitos con pinta de difícil retorno.
El
género del bebercio tampoco es que fuera de mucha fanfarria ni como para celebrar
una boda: cuatro o cinco frascas de vino banco clarete y tinto de un origen nunca conocido, dos o tres
botellas mediadas de Dyc acumulando
polvo y excrementos de mosca, sifones y gaseosas con las burbujas casi extintas, algo de Soberano o 103 y anís Castellana… y poco más: vermú y orujo
para los chelis, pipermín y anisete (-Manolo, ponle una “palomita” aquí a la
señorita” -mandaba de vez en cuando, en ripio risible, algún rumboso con esperanzas) para las
churris. De este estilo la coctelería de a pie. El café, si así puede llamarse, que tengo mis serias dudas
al respecto, fijo que era de puchero porque cafetera nunca hubo; o hecho en la misma olla de
los guisos, ya que la mitad de las veces el negro mejunje tenía unas
más que inciertas y mantecosas irisaciones en la superficie en firme alianza con unos dudosos toques de sabor por
los que más valdría no preguntar. Sabía como a petróleo para la estufa, no sé si me explico.
-Manolo, este café... -interrogaban fisgones los clientes más cachondos al mesonero día sí, día también, erre que erre, dale que te pego con la tontuna-, ¿lo has colado con un calcetín
tuyo o con el sostén de la parienta? Es que no aprecio del todo bien los matices del aroma y el sabor -decían arrugando la napia y poniendo el piquito como si estuviesen degustando un borgoña gran reserva-. Pues cambiarlos de vez en cuando, hostia,
que esto está más rancio que mi suegra, el señor la tenga en su gloria por los siglos de los siglos, amén, que algún día tenemos un disgusto y
nos vamos todos al hospital de cabeza. Ponme
un orujo doble, anda, a ver si cascan en serie los putos microbios -remataban la coña. Y se descojonaban los tíos a mandíbula batiente después de la patochada.
El
Manolo, que estudios no tendría pero listo era un rato, se reía con ellos con
la boca chica y los miraba como león
en ayunas a cebra cojitranca mientras secaba los vasos o las cucharillas con una bayeta
andrajosa y mugrienta.
Por
una especie de acuerdo tácito, cada gremio laboral tenía querencia por una zona
determinada del local; solamente en caso de lleno absoluto, y conminado a ello
por el dueño, uno de artes gráficas, pongo por caso, podía sentarse sin desdoro
a la mesa de los oficinistas. O a la recíproca.
-Hacedle
sitio, venga, que es para hoy -ordenaba
escueto el hostelero señalando al solitario sin sitio. Y el Manolo, un tipo que bien podría haber sido el doble de
Brando en la peli de “El Padrino” (daba el pego tanto en tipo como en ademanes), que había cumplido con la patria en el Tercio de Tetuán
“domesticando moracos” como él decía (los tatuajes impresos en sus bíceps de A mí la Legión y Amor de madre, con dos
puñales ensangrentaos en medio de los
dos -las gotitas púrpuras, ya un tanto descoloridas, que le llegaban hasta el codo no dejaban lugar a dudas), era obedecido a la primera y sin
rechistar por los comensales.
Las
pocas chicas que acudían de costumbre (la de la farmacia, la peluquera, la de
la droguería, la aprendiza de modista…) tenían bula para acomodarse a capricho y se sentaban
por separado donde, como y con quien le salía de allí mismo. Porque entre sí, vaya usted a saber por qué ignotos conflictos femeninos,
y en los que es mejor no meterse en medio si no quieres salir escaldado, no se hablaban. Algún oscuro o cerril asunto de amores, sospecho. Y cuando alguna de ellas se sentaba a su mesa, aquellos
gañanes, entre los que me cuento, se transformaban de repente y como por ciencia
infusa en caballerosos y versallescos (aunque con las uñas sucias, eso sí) hasta
el más baboso de los empalagos: le rellenaban la copa o le pasaban la sal o el aceite a la dama cuantas veces
fuera preciso, le retiraban la silla al levantarse, le cedían gustosos la vista
de la ventana, le sujetaban el bolso o el abrigo… Y bien se veía que las
muchachas disfrutaban de lo lindo con las insospechadas galanterías de aquellos galanes de medio pelo. Sin
permitir avances indecentes, faltaría más: en cuanto alguno, rijoso, alargaba ligero la mano con lascivo propósito o
tiraba de lengua más de lo necesario en dirección a las chavalas, al Manolo le
bastaba con hacer amago de salir de detrás de la barra o echar mano a la
cachiporra para que el insolente donjuán, el osado casanova, el imprudente paul newman de pacotilla se cagara patas abajo. De palabra,
casi lo que fuera, aunque sin pasarse tampoco. Pero de tocar, nanay. Las tías lo adoraban al Manolo. Por
cierto, que eran las únicas que dejaban propina de higos a brevas.
En
el frontón de conversaciones que se
establecían de mesa a mesa entre tragos y bocados, entre piropos y cigarritos, entre chuflas y rechiflas, cruzaban
el aire a su aire palabras como galeradas, carburador, pespunte, alcotana, mechas, percloroetileno,
asiento contable, amoniaco, pistón, albarán, enfoscado, valeriana, bigudí… Términos éstos que, sabiamente
combinados por algún lírico plumilla, podían dar lugar bien a algún descabellado
poema futurista, bien a alguna literaria pesadilla sin pies ni cabeza.
Si
era lunes, las conversaciones solían estar monopolizadas por expresiones como
fuera de juego, penalti, entradón o
menisco, amén de una surtida ristra de adjetivos, no precisamente elogiosos,
antes al contrario, dirigidos con saña a la señora madre o los atributos varoniles de algún árbitro (también llamados colegiados y/o trencillas) que los
comentaristas de radio y televisión siempre citaban, y aún citan, no por el
nombre de pila sino por sus dos apellidos, como si aún estuvieran en la escuela a la hora de pasar lista. Era, con al menos dos cuerpos de ventaja sobre los demás, el día más peligroso de la semana: se
podía liar la de San Quintín en menos que canta un gallo por un quítame allá
ese gol, ese córner, esa tarjeta, esa barrera mal colocá... Y si el Atleti
de su alma andaba de por medio en la trifulca llevando las de perder, el Manolo tomaba partido al punto estaca en ristre para llevar el agua a su molino: en más de una ocasión he visto yo allí platos de judías o cefalópodos fritos por el suelo y su buena
brecha del diez en la cocorota de alguno a cuenta del puto fútbol.
Sobra decir que nos conocíamos todos de sobra. Y lo mejor y más importante: se comía abundante,
sabroso y barato. Menú de la casa. Jamás de los jamases, en los años en que comí
allí cinco días a la semana, escuché a nadie demandar la carta. Las especialidades, escritas con tiza en renglones torcidos hacia abajo, se anunciaban en un cartel de
pizarra junto a la puerta. Cuando
llovía era casi imposible leerlas, pero tampoco es que hiciera falta. De hecho, no
las leíamos; para qué, si nos sabíamos de memoria lo que había de sustento según el
día de la semana que fuera, tanto el primer plato como el segundo, a saber: lunes, judías
(pintas o blancas, a capricho de la patrona) con chorizo y calamares rebozados; martes, arroz a la cubana y
pollo frito; miércoles, lentejas y boquerones; jueves, cocido, plato único;
viernes, sopa de fideos (del caldo del cocido de víspera) y chuleta de palo… Postres también había nada más que tres, igual que los aperitivos:
fruta del día (si plátano, plátano; si manzana, manzana; si naranja, naranja),
flan casero y arroz con leche con un pequeño susto
de canela por encima y un par de colines en el dulce mejunje dando el pego de barquillos. A
mí el arroz con leche, sin colines, me gustaba tanto que lo pedía todos los
días, martes incluidos. Arroz con arroz, comida de tontos, sí, ya lo sé ¿qué
pasa?
Hace
ya un tiempo, muchos años después, una mañana de ocio y nostalgia tuve el antojo de acercarme por allí. Me hubiera
tomado unos cuantos botellines más que a gusto pegando la hebra con el Manolo. Y hasta me hubiera atrevido, quién sabe, temerario que es uno, con los
pececillos momia para salir por fin de la duda. Los arenques no me disgustan y, si lo piensas un poco, son casi lo mismo. Pero
me quedé con las ganas y de piedra: bajo la ausencia del cartel con el nombre, dos gruesos tablones clavados en aspa en el marco de la puerta vetaban el acceso al local. Los azulejos y ladrillos desprendidos de la fachada hechos añicos en la acera, junto a escombros y basuras de todo tipo amontonados en el interior y ventanas
rotas, eran el anuncio palpable y desolador de su inminente ruina y derribo.
Me llevé un sofocón que para qué os cuento.
A
la Blasa, parienta del Manolo, madre de los ariscos mancebos y chef eterna del negocio, no
llegué a verle el pelo nunca.
Nota costumbrista y humana, reflejo de un tiempo que, a su modo, todavía sigue vivo en algunas "casas de comidas", aunque los tiempos, obviamente, hayan cambiado (o no tanto).
ResponderEliminarGracias por la sonrisa. Un abrazo.