Sí, amigos, 122 años ya del día en que nació ese grandísimo poeta que fue, que sigue siendo, que siempre será César Vallejo.
Un poeta fundamental para mí y mi escritura, aunque no sé si en algún poema mío se puede rastrear de forma palpable su influencia. De lo que no tengo ninguna duda es de que la tengo.
De el libro de la imagen, una vieja edición de 1978 publicada en México que compré de saldo en Madrid en diciembre del 85 en una librería, "La Guadaña", que era a su vez un estanco -tengo anotada la fecha en la página de cortesía con mi letra de entonces- entresaco uno de los poemas en prosa que más me estremecieron de aquella primera lectura: La violencia de las horas.
Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: "¡Buenos días, José! ¡Buenos días, María!"
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
De la contraportada del libro entresaco también unas líneas de Nicolás Guillén, el poeta cubano que lo conoció el año antes de su muerte en 1938, en las que habla del día de su entierro y hace un hermoso retrato de él.
"Yo estaba en París cuando Vallejo murió. Asistí a su entierro, una mañana fría y húmeda. No era el París "con aguacero" que hubiera complacido al poeta. Caía una llovizna persistente que calaba los huesos. La noche anterior lo habíamos velado en la Maison de la Penseé. El duelo, en pie sobre su tumba, lo despidió Aragón.
Vallejo era un hombre silencioso, magro, alto, indio, de pelo atezado y liso. Me decía "negro", como es costumbre afectuosa en su país con las personas de mi tipo. Un día dejamos de vernos, hasta que lo acompañé por última vez al cementerio de Montrouge. Me dolió mucho su muerte. Admiro mucho su dramática poesía. Respeto mucho su vida dolorosa, sincera, desinteresada, con hambre y rebeldía. Creo mucho en él, y lo considero una de los poetas más altos de nuestra lengua."
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