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Murió
el Bizco del Borge de dos tiros en el corazón, oliendo la aceituna y soñando
con un bar en Madrid. Le dio el alto el guardia Manuel Luciano y contestó con
dos disparos que marró. Su vista torcida ya no era de lince. Le acertaron los
civiles José Sánchez y Cristino Franco y le dejaron seco, tumbado en el olivar,
con sus ojos estrabones junando en asimetría y sus cuentas con el diablo sin
abonar. Le envolvieron en una manta y lo cargaron en un carretón. Lo enseñaron
en Lucena y al tercer día apestó como el odre: las moscas le cumplieron el velatorio.
Quieto no pareció tan fiero. El juez instructor mandó que lo vistieran con un
terno gris y como no tenía encima la filiación ordenó que le retratasen. Le
fueron a sentar pero el Bizco estaba tieso de mojama por el rigor mortis y hubo
que romperle las piernas con un martillo a la altura de las rodillas. Le
desmadejaron a porrazos, para que entrase en plano, y le sacaron una foto en la
que salió retador, norteando la barbilla con chulería pero boquiabierto del
pasmo que otorga la muerte cuando no se la espera.
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