martes, 5 de noviembre de 2013

El libro


Para Isabel Sánchez, bibliotecaria y amiga, que hoy cumple años

Está bien, lo confieso, basta de rodeos, voy a cantar de plano: la primera vez que quien esto escribe osó pisar una biblioteca no fue para leer un libro sino para recoger un premio. El primero y, mal que me pese reconocerlo, uno de los pocos que he recibido en mi vida. Y aunque hace mucho tiempo de aquello, más del que me gustaría, todavía recuerdo bien el motivo: prefiero decir que quedé campeón, mas dejémoslo en que gané en la escuela un concurso de redacción, una de aquellas redacciones de antes sembradas de arteras trampas ortográficas y escollos gramaticales que se realizaban más que nada con la intención de pillarnos en algún renuncio para hacernos caer en el ridículo, y donde había mucha be camuflada en uve (y a la bicerveza, como dice un amigo mío tropezando la lengua con los dientes en cuanto se toma tres o cuatro seguidas), mucha hache intercalada, mucha diéresis y diptongos, muchas ges y jotas en revoltillo, prefijos y sufijos a tutiplén, la eme antes de la pe y la be, los dos puntos y el punto y coma... Vamos, como para escaparse vivo. Mucha mala leche es lo que había.
El caso es que, gracias a mi puntual pericia con las letras y a mi habilidad sorteando los tortuosos vericuetos del idioma, me iban a dar un premio (más que merecido, por supuesto), y durante la espera para recogerlo (que duró días interminables, semanas como anacondas de largas que se me hicieron, que más parecía escarmiento que recompensa, sanción que regalía, castigo que galardón) el mequetrefe que entonces era iba por los pasillos más ancho que pancho, orondo como globo de feria (yo, que siempre he sido escaso de carnes), y con unos humos más propios de Académico de la Lengua (con mayúsculas) que del mocoso desharrapado que deambulaba por aquellos pasillos a diario procurando pasar desapercibido y esquivando como podía collejas y varazos, escupitajos y zancadillas, coscorrones y sopapos. “Cantinflas” me apodaba mi padre, así que ya os podéis figurar lo apolíneo y elegante de mi estampa y lo inteligible y fundamentado de mi discurso.
¡Pero qué deliciosa sensación mientras duró, qué comecome más rico, qué regalado cosquilleo! Me sentía atacado por el gusanillo del orgullo y la vanidad, y la verdad es que la excitación me gustaba, disfrutaba despertando la envidia de mis compañeros de pupitres mientras no cabía en mí de gozo imaginando cuál podría ser la recompensa a mi excelencia con las letras: tal vez un balón de reglamento, acaso un traje de vaquero o pirata o, mejor todavía, maravilla de las maravillas, un coche teledirigido de la policía (o de los bomberos, en su defecto) con sus lucecitas chillonas y la sirena ululando a toda pastilla asustando la noche.
¡Mas oh decepción, oh tristeza y desengaño, oh pesadumbre y melancolía, oh llanto y crujir de dientes! Después del martirio de la espera, el premio soñado resultó ser... ¡un libro! ¿Os lo podéis creer? Pues vaya castaña de trofeo, pensé, con la soberbia de mis nueve añitos en el momento de enterarme del regalito que me esperaba. ¿Adónde, por las barbas de Satanás, habían ido a parar mi balón de cuero, mi pistola de mixtos o mi sable de abordaje, mi fantástico coche teledirigido, látigo de malhechores y pirómanos? A hacer puñetas, a las chimbambas, donde Cristo dio las tres voces cuando perdió el mechero, al quinto pino, a tomar por saco… Ahí habían ido a parar.
Un libro, toma ya. Cuando llegué a mi casa con el pestiño aquel bajo el brazo, cabreado como un mono y más serio que la bragueta de un guardia civil, mi padre, en otra muestra más de su peculiar dominio del lenguaje hablado pero en un prodigioso ejercicio de síntesis de la retórica, me lanzó sin rodeos su pregunta predilecta: -¿Qué? Le mostré el volumen sin decir ni pío, lo cogió, le dio un par vueltas entre sus manazas callosas sin ni siquiera abrirlo y, acto seguido, rebufó con desprecio: -Puff, vaya mierda que te han dao. Ponlo por ahí, anda. Pero que no estorbe mucho o acaba en la estufa en cuanto me lo tropiece fuera de sitio.
No especificó en qué sitio había que ponerlo, por lo que el libraco aquel nunca estuvo a salvo del todo en mi hogar, dulce hogar. Muchas veces llegaba a casa pensando que en vez de las páginas del trofeo me iba a encontrar con un montón de ceniza.
-Vaya cara de imbécil que pusiste -me mortificaban después mis compañeros de clase en tono de chunga, hurgando con saña en la llaga de mi decepción. 
-Bueno, no tanto, la de siempre, la de todos los días -se choteaban otros del ingrato episodio mientras aguantaba sus pullas y puñeterías tras mi efímero reinado.
Los recreos, en concreto, eran peor que una tortura china. Baste decir que llegué a cogerles manía durante una buena temporada.
No mucho después de aquello, aún no me explico cómo, alzándome con mis últimas fuerzas de la sima de la frustración y el descrédito cual ave fénix renaciendo de sus cenizas, todavía con una mezcla de cabreo y curiosidad y mientras convalecía de un percance de salud, comencé a leer (a ver qué iba a hacer para no morirme de aburrimiento, no había otra cosa) el puñetero libro. Mano de santo, oye. Como que le cogí un cierto gustito a la cosa esa de leer. Un tópico literario éste del enfermo que descubre el placer de la lectura, pero totalmente cierto en mi caso, que me muera aquí mismo si no es verdad.
Mas debo precisar, para que el diablo no se ría de la mentira, como decía mi madre, que a ese camino seguramente no llegué solo ni por propia voluntad aunque entonces no me diera cuenta: alguien, en algún momento, me mostró por dónde debía ir para llegar a él. Y es justo señalar que ese alguien atendía por Don Salvador (el don, y si con mayúscula mejor, era inexcusable para dirigirse a los mayores), un maestro que, aparte de Lengua Española nos daba también Dibujo y Gimnasia (las asignaturas, hasta las llamadas “marías”, también eran con mayúscula), y que sin embargo intentó inculcar en aquel pelotón de los torpes, en la tropilla de mocosos iletrados que entonces componíamos, la pasión por la lectura; didáctico empeño, todo hay que decirlo, al que nos resistíamos como leones en celo y con avispas en sus partes. Muy en serio, nos decía que había tres verbos que no admitían de ninguna de las maneras el modo imperativo: amar, soñar y leer. A lo mejor es que había leído a Borges. Seguramente sería algún “rojo peligroso”, uno de aquellos maestros represaliados por su afección a la República derrotada a sangre y fuego y obligado a impartir materias por las que sentía un, digamos, escaso cuando no nulo aprecio. De ahí, quizá, su andar cansino, su cartera raída, su infinita tristeza, su, en verso prestado por aquel otro profesor y poeta muerto de pena en el exilio francés, “torpe aliño indumentario”.
En la Gimnasia, por cierto, su esfuerzo y ahínco por fortalecer de paso nuestros enclenques cuerpecillos carecieron de fortuna. Era partidario del mens sana in corpore sano, pero sin fanatismos. Y nosotros tampoco es que le facilitáramos demasiado la labor: eso de correr por correr, sin un triste balón de por medio, pues como que no entraba en nuestros planes más inmediatos.
-Don Salvador -le decíamos recelosos y guasones-, no nos haga usted correr mucho, que correr es de cobardes.
En cuanto al tema del dibujo en ambas vertientes, artístico y técnico, yo, como diría Bartleby el escribiente, aquel personaje de Melville personificación arquetípica del insumiso pacífico, “preferiría no hacerlo”. Desde ya os digo que este es un tema que me resulta muy doloroso, mejor no meneallo: yo cojo un lápiz para dibujar y lo más que hago es rascarme la cabeza con él.
Pero a lo que íbamos, que empiezo a divagar y me pierdo en oscuros vericuetos que vaya usted a saber adónde nos llevarían y que tampoco vienen ahora al caso: el acto de entrega del “literario laurel” tuvo lugar en la biblioteca del Jesús Rubio, que era el colegio de mi barrio al que iba cuando era un crío. Se llamaba así en honor a un ministro de Franco, así que ya os podéis imaginar el académico panorama: disciplina y tentetieso a tutiplén, mucha religión e historia del imperio, izado y arriado semanal de bandera, formación del espíritu nacional (esta me niego a ponerla en mayúsculas) a marchas forzadas y alineación militar antes de entrar a las clases… Materias y actitudes éstas que intentaban meter con calzador en nuestras mentes imberbes acaso buscando hacer realidad en nosotros aquel caduco ideal de Falange de “mitad monje, mitad soldado”.
Yo, ignorante de lo que me esperaba al traspasar el umbral con la ilusión aún intacta y sin sospechar la encerrona que me tenían preparada, entré en aquella biblioteca por primera y también casi única vez libre de temores, altivo y condescendiente, pisando firme y ufano como un reyezuelo medieval el día de la coronación ante sus resignados vasallos. Y recalco lo de por primera y casi única vez porque aquel recinto, un cuchitril de mala muerte rudamente engalanado para la ocasión con cuatro banderitas desmayadas y un terciopelo raído disimulando la agonía de la mesa, y que se parecía a un templo del saber como yo a una monja de clausura, la mayor parte del tiempo estaba cerrado, como suele decirse, a cal y canto, con siete llaves, con diez cerrojos: parecía la habitación prohibida del cuento de Barba Azul. Y al igual que aquélla, el acceso gratuito o por capricho estaba estrictamente vedado a la infantería menuda. Para trasponer su quicio e ingresar en su seno había que tener un motivo poderoso. Y con la firma del director por delante. Allí no entraba cualquiera, ni a la buena de dios, ni como Pedro por su casa, que va; en aquel entonces, a los tiernos angelotes que allí estudiábamos, tanto a los zopencos como a los lumbreras, aquella puerta cerrada con un cartel mohoso al que le faltaban letras encima del dintel nos infundía un respeto bárbaro a la par que dos sensaciones encontradas: temor y misterio. Temor a profanar el ignoto territorio con nuestras zapatillas de goma o paño, llenas de barro o de polvo según la temporada, y un misterio que deseábamos desentrañar a toda costa, a ser posible corriendo alguna rocambolesca aventura con espadas ensangrentadas, dragones alados, magos maléficos y princesas cautivas de por medio. Motivos más que suficientes para querer asaltar como fuera semejante fortaleza. Y es que no hay mejor acicate para desear conseguir algo que el que te lo prohíban.
A donde quiero llegar con esta historia, que parece del abuelo Cebolleta, una batallita de la memoria, es a que la susodicha biblioteca no era, ni echándole toda la imaginación que los libros son capaces de prestarnos, lo que se puede entender como tal.
Aquel lugar no fue nunca ni parecido. Pero vamos, ni remotamente, no se le parecía ni por el forro. Os lo describo: según se entraba, “a la diestra mano” (¡toma ya cultismo!), una vitrina moribunda de color indefinido y magra de periódicos deshojados, revistas faltas de lustre e interés y libros de cuando el diluvio llenos de mataduras y humedades, todo ello revuelto con saña homicida por algún acérrimo enemigo de la alfabetización, recorría las sucias paredes del habitáculo. Cada tanto, dos puertas cristaleras con llave echada celaban en sus veteranos y enfermizos anaqueles el misterio mugriento de la letra impresa. Completaban el mobiliario, por llamarlo de alguna forma, cuatro sillas impedidas, quiero decir, cojas (y alguna incluso sin respaldo, degradada a mísero taburete), un par de mesas asediadas de manera inclemente y como a punto de rendirse por los ataques de la carcoma y, reinando en medio de la estancia, una chubesqui pestilente más predispuesta a la intoxicación de los improbables y ocasionales usuarios que a su primigenia función calorífica. Por no hablar de los amplios doseles de telarañas rancias que adornaban los rincones, las cagarrutas de ratón por doquier o el cuartel general que las cucarachas habían establecido en el recinto para planificar sus correrías nocturnas.
¡Ah, que se me olvidaba! Clavados en la pared había también dos cuadros con unos tíos retratados (uno mofletudo y rechoncho, con uniforme militar con bigotillo y otro sin él, éste con una especie de araña en la pechera de la camisa azul oscuro “que tú bordaste en rojo ayer”) que no nos quitaban ojo, y un crucifijo de hierro en medio de los dos que daban más miedo que otra cosa. A lo mejor era por esto lo de cerrarla con tanto empeño, no sé.
Un inhóspito almacén, un páramo infecundo, un paisaje después de la batalla… Y me quedo corto: aquel lugar más semejaba penal que biblioteca, reformatorio que sala de lectura, hospital de guerra que balneario. Los libros allí, en semejante escenario de pesadilla, parecían muertos de vergüenza, pedir clemencia a gritos por la penosa situación en que se hallaban a su pesar. Yo creo que ni los insectos papirófagos, esa pertinaz pesadilla de los bibliófilos, osaban aventurarse en tan desolador territorio. Vamos, que uno no podía entrar allí a su antojo, coger por las buenas el libro que le apeteciera en ese momento y salir indemne del trance.
Todo esto, claro, siempre y cuando hubieras sorteado, vete tú a saber merced a qué sutiles ardides y triquiñuelas, la férrea y tenaz vigilancia del Eugenio, apodado “el doberman”, un legionario algo jorobeta jubilado del Tercio y reciclado en bedel, estricto guardián de las llaves del reino, y al que temíamos más que a vara verde en manos de jesuita. O dominico. O salesiano. O… En fin, no sigo, que al clero muchas veces lo carga el diablo. El “lejía” se daba unas ínfulas que no veas, que parecía que le hubieran otorgado la Laureada por alguna heroica acción en sus años de servicio. Y no digamos ya de llevártelo a casa (el libro, digo, no al Eugenio) durante un par de semanas para leerlo tranquilo. Ya podías quitártelo de la cabeza: si a alguno de nosotros, llevado por su inocencia y candor, se le pasaba por la mente intentar semejante locura, el cancerbero bigotudo y chepa, que tenía unos brazos como paletillas de jabalí, unas manos como yunque de herrero y unas espaldas, con bollo y todo, como para jugar al frontón en ellas, le disuadía de inmediato con un par de coscorrones mientras se partía de la risa ante nuestra inocente pretensión:
-Jodío mocoso -escupía enseñando las caries-, mira que querer llevarse un libro. Valiente ocurrencia. Y a lo mejor es pa leerlo y tó, eh, barbián.
-Ah, infelice, que apurar cielos pretendes -se burlaba socarrón tirando de los clásicos. ¿Pero tú estás tonto o qué? Pues eso será por encima de mi cadáver. Está visto que aquí lo que hace falta es mano dura, pero de la buena. Hala, tira p´ahí, mentecato, si no quieres que te caliente el pellejo.
Y se quedaba tan pancho el tío, hurgándose los restos del condumio en los dientes pochsos con un palillo. O las orejotas con los meñiques a dúo. O rascándose los bajos a dos manos despatarrado en la silla de enea donde mataba las horas de servicio fumando un “caldo de gallina” tras otro. Incluso para unos chiquillos como nosotros, díscolos e iletrados, sujetos curtidos a base de bien en esa otra escuela de la calle y la penuria, de las peleas porque sí y el zurriagazo por sorpresa, el calamitoso estado de aquella biblioteca con semejante centinela a las puertas movía los resortes del alma hacia algo parecido a la piedad.
Todavía conservo aquel libro (lo tengo ahora mismo a mi vera mientras tecleo estas líneas) a pesar de su simpleza argumental: Invenciones e inventores, una hábil mezcolanza con pretensiones científicas y divulgativas perpetrada con alevosía por la pluma de un tal Ezequiel Solana, novedoso producto de la afamada editorial Escuela Española, y al que tiempo atrás hube de practicar, con más intención que maña, todo hay que decirlo, una cura de urgencia en el lomo y los costados a base de tela y pegamento. Ya os digo que el libro era un truño de órdago, pero qué queréis, soy un sentimental.
El mismo que, dejando aparte los obligatorios de la escuela (más que nada la Enciclopedia Álvarez, la de “el repelente niño Vicente” en la portada, ¿os acordáis?), fue el primero en entrar en mi casa. La Álvarez, por cierto, y que yo recuerde, tampoco la compramos: me tocó en un sorteo a principios de curso y, como en una especie de usufructo con el tiempo tasado, tenía obligación de compartirla en las clases con mi compi de pupitre y conservarla en buen estado hasta el final de curso.
Y hoy es el día en que no he parado de hacerlo. De leer, digo.
Tengo una cicatriz como prueba y el libro como fetiche.

1 comentario:

  1. Delicioso relato sobre las primeras andanzas lectoras. También, todo hay que apuntarlo, sobre una época que algunos parecen añorar; todo ello, "con el sentido del humor que caracteriza a estas entregas".

    Un abrazo.

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