Cuando Julio Camba se
marchaba de viaje el escultor Sebastián Miranda le cuidaba su perro. Tanto les
gustó a Miranda y a su madre -que pasaba temporadas con él- la experiencia de
vivir con un perro tan extremadamente inteligente como era el de Camba, que
decidieron comprarse uno al que llamaron Landrú.
A Landrú, como a su dueño le pasaba
con las mujeres, le gustaban mucho las perritas. Y un día se fue detrás de una
y desapareció. El perro de Miranda había superado en inteligencia al de Camba:
exigía que lo bañasen todos los días y él mismo preparaba la esponja, el jabón
y la toalla. Una cosa le molestaba sobremanera: que le llamaran “lechuzo”. Cuando
semanas más tarde un amigo de Miranda lo encontró por la calle sujeto por una
correa tirada por un nuevo dueño, pudo demostrar quién era su legítimo
propietario: advirtió que si lo llamaba “lechuzo” aquel animal, pacífico y
cariñoso, se transformaría de pronto en una fierecilla peligrosa y comenzaría a
gruñir amenazadoramente. Así sucedió en efecto y Landrú pudo regresar a casa del escultor. Sebastián Miranda y Julio
Camba eran muy amigos. Y lo fueron también Domingo Ortega, Juan Belmonte y
Antonio Díaz-Cañabate. Tanto, que Miranda tenía intención de legar a Camba y al
“Caña” en su testamento una cantidad de dinero en metálico. Enterado Camba de las
intenciones de Miranda, un día le dijo muy serio: “¿Es cierto que tienes el
propósito de dejarnos al “Caña” y a mí en tu testamento 20.000 duros a cada
uno? “Cierto”, respondió Miranda. “Pues te propongo una combinación muy
ventajosa para ti. Tú me das en el acto cincuenta mil pesetas y te perdono el
resto”. Sebastián Miranda, que además de excelente escultor escribió mucho en ABC, contó estas y otras anécdotas en su
libro Recuerdos y añoranzas, que Prensa
Española le publicó en 1972, tres años antes de que muriera en Madrid a los 90
años.
JoséLuis Melero (Escritores y escrituras,
Xordica, 2012, pág. 84)
Entrañable y extraordinario. Releo y sonrío con gusto. Un abrazo, Elías.
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