El
niño, frágil como bote de remos a merced de todas las corrientes y mareas.
El
adulto, recio y veloz como un catamarán con todas sus velas al viento, sin
miedo alguno a los inciertos senderos del agua.
El anciano, ajado cascarón de un buque de carga
con todos los caminos ya recorridos, navegando su última singladura antes de
atracar en la dársena del desguace, el ancla ya para siempre en el lecho
fangoso de su último asidero.
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