Tris fue un perro monaguillo. Quizá el único
perro monaguillo que haya existido jamás. El mejor perro que tuvimos, si le
preguntara a mi padre. Oía misa cada domingo desde el altar, a la derecha de Don Ovidio,
mientras contemplaba con pereza los rostros de los bancos. Cuando empezó a
adoptar la costumbre algunas ancianas trataron de sacarlo de allí, pero fue Don
Ovidio, ya un cura anciano que había perdido la cabeza, el que decidió que se
quedara.
El perro acompañaba los jueves a mi hermano mayor
a casa de Don Ovidio, donde jugaban al ajedrez, aunque ninguno de los tres
sabía jugar al ajedrez. Y repetía la costumbre los domingos en misa de once. La
iglesia de San Lorenzo de Piñor, en la provincia de Ourense, se encuentra en
mitad de una grieta en la parte más baja del pueblo, como una piedra enterrada
en el barro. Todo el pueblo recuerda a Tris y a mi hermano atravesando la
niebla en muchos inviernos de hierba mojada, como si caminaran en un caldo de
hielo. Mi hermano se colocaba a un lado de Don Ovidio para ayudar a misa, y
Tris al otro. Ese es uno de los últimos recuerdos de mi infancia, que a veces
tengo que completar con una foto que invoca a un perro mediano, sin raza,
pelaje canela y patucos blancos.
En aquel tiempo Don Ovidio empezó a llenar sus
bolsillos de ferretería. Olvidaba partes de la homilía, gritaba a voces que
solo oía en su cabeza y que interrumpían sus oraciones, se marchaba a su casa
en mitad de la misa a realizar alguna tarea que había olvidado, y poco a poco
la parroquia se fue desplazando cinco kilómetros al este, para oír la misa del
sanatorio psiquiátrico, donde hoy los locos pasean alrededor de la reja del
helipuerto como una temporada de The Walking Dead. Las abuelas
enlutadas que no llegaban hasta el sanatorio seguían yendo a Don Ovidio, donde
rezaban solas como laboriosas hormigas recorriendo por su cuenta el sendero de
la salvación.
Mis padres y mis abuelos no iban a misa de Don
Ovidio. Y nosotros solo íbamos por Tris, cuya presencia llegó a representar el
veinte por ciento de los feligreses. El cura y el perro se fueron la semana del
día de los enamorados. No sé dónde fue a parar Don Ovidio, ni si es verdad como
dicen que llegó a oír misa en el sanatorio psiquiátrico. Pero Tris,
acostumbrado a vagar por el pueblo, murió envenenado. Agonizó un par de días a
los pies de un rosal mientras el blanco de sus ojos se fue tiznando de
amarillo. Le enterré envuelto en una toalla de playa junto a un cerezo, y me
inventé una cruz. Debió ser por aquel entonces cuando se me pasó por la cabeza
la idea de hacerme cura.
Texto encontrado aquí y reproducido con el permiso expreso de su autor, a quien doy las gracias.
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