Cuando el periodismo aún se parecía
al Periodismo, y eras un redactor novato que pisaba por primera vez la
redacción, había dos personajes a los que mirabas con un respeto singular,
mayor que el que te inspiraban los redactores jefes en mangas de camisa con
tirantes y una botella de whisky metida en un cajón de la mesa, o los grandes
reporteros con firma en primera página, a cuyas leyendas soñabas con unir un
día la tuya. Los dos personajes a los que más podía respetar un joven
periodista eran el corrector de estilo y el redactor veterano. El primero solía
ser un señor mayor con la mesa cubierta de libros y diccionarios, encargado de
revisar todos los textos para detectar errores ortográficos o gramaticales
antes de que se convirtieran en plomo de linotipia. A veces, a medio redactar
un artículo, te levantabas e ibas a plantearle una duda. Solían ser cultos,
educados y pacientes. A uno del diario Pueblo -lamento no recordar ya su nombre- debo desde 1973
un truco para no equivocarme nunca, después, al manejar debe y debe
de. Cuando es obligación, me dijo, pon siempre debe. Cuando es
suposición, debe de. Tampoco he olvidado su aclaración sobre leísmo y loísmo: Lo violó a él, la violó a ella, les violó la
correspondencia.
El otro personaje era el redactor veterano. El primer día de trabajo, cuando te internabas entre aquel incesante tableteo de máquinas de escribir y teletipos mirando en torno con aire de parvulito desamparado, siempre había un fulano de cierta edad, sonrisa fatigada y ojos vivos, que señalaba la mesa que tenía al lado y decía: «Siéntate aquí, chaval». Así lo hacías; y de él, en los siguientes días y meses, aprendías sobre tu oficio más que cuanto escuelas de periodismo y universidades podían enseñarte jamás. Solía tratarse de periodistas curtidos en la redacción; hombres en su mayor parte, aunque no faltaban mujeres. Anónima infantería, toda ella, sin demasiado futuro. Veteranos maduros, desprovistos ya de ilusiones o esperanzas, seguros de que su carrera profesional no iría mucho más lejos de aquella mesa y de la desvencijada Olivetti que había encima. Conscientes, a esas alturas, de que nunca llegarían a redactores jefe, y tal vez ni siquiera a jefes de sección. Ese periodista veterano solía ser poco gregario, vagamente cínico, con un punto de simpática misantropía. Respetado por todos, aunque a menudo se mantuviera algo aparte de los compañeros que aún tenían ambición y esperanza. Y tú, intuyendo que era precisamente él quien poseía las claves del oficio, la experiencia y las certezas que te faltaban, te dejabas adoptar con aplicación y respeto, procurando hacerte digno de su estima. Aprendiendo a la vez de sus conocimientos, su cinismo y su ternura. Yéndote luego de madrugada, al cierre de la edición, a tomar con él una copa -ese personaje solía beber hasta el amanecer- y formular las preguntas oportunas para hacerlo hablar, y contarte. Para escuchar de su boca los secretos fundamentales del oficio y de la vida. Y él lo hacía con gusto, cómplice, generoso como si tu futuro empezase exactamente allí donde terminaba el suyo.
Arturo Pérez Reverte
*Artículo publicado en Patente de corso, XLSemanal, el 6/8/2012
Imagen: Walther Matthau y Jack Lemmon en "Primera Plana" (1974), de Billy Wilder.
Imagen: Walther Matthau y Jack Lemmon en "Primera Plana" (1974), de Billy Wilder.
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