Entre algunas de las joyas impresas que me traje en la maleta de mi reciente viaje a Zaragoza, se encuentran estas Ideas apuntadas sobre Joaquín Costa (en el Centenario de su muerte), editadas con exquisito gusto por el Museo Pedagógico de Aragón y regalo de su director Víctor Juan Borroy.
Encartado en esa carpeta legajo y entre otros documentos facsímiles sobre el político, jurista, economista e historiador oscense, se encuentra el íntimo documento que no me resisto a compartir con todos vosotros:
(11-1-1878)
Sr. D. Francisco Giner
Querido
amigo:
V. que posee el don de consejo, y que es
acaso mi único amigo, habrá de tomarse el trabajo de asistirme con sus luces en
un asunto delicado que sólo con V. y con otra persona distante también de aquí
puedo consultar. Al cabo de una larga, pero más que larga, dolorosísima
peregrinación por la vida, cuando pensé llegar al Thabor, me he encontrado con
un Gólgota, y en vez de aliviarse mi cruz, la he sentido hacerse más pesada. V.
no recordará que ya días antes de partir para Cabuérniga, le dije en casa de Riaño
que vivía en Huesca una niña que me merecía tan vivas simpatías, que a ella
uniría mi suerte, caso de acceder ella y su familia. Lo que no le dije fue que
por verla y tratarla me había hecho trasladar a Huesca, alegando otros
pretextos: se había despertado ya entonces en mí verdadera pasión hacia ella y
luego ha ido creciendo y desarrollándose en términos que ahogan. Intimé su
trato y frecuenté su casa, dando tiempo para conocerla y que me conociese:
comprendí su mérito, y se hizo una necesidad imperiosísima para mi alma, a
punto de vincular en ella todo mi porvenir; la inspiré simpatías, las gentes
nos tenían ya por prometidos. En este estado, hablé a su madre, por razones que
no son del caso, y después de varios incidentes que me han robado el sueño y el
estímulo del trabajo (hace un mes que lo tengo todo interrumpido y en suspenso)
me ha declarado ella, la niña, que también ella ha sufrido y sufre por causa
mía, que también ha luchado y lucha, pero que ha surgido entre los dos un
abismo que parece imposible de llenar. El abismo es éste:
El padre, aunque médico y catedrático,
es ultramontano intransigente, si bien supo transigir con Don Alfonso porque no
le embargasen los bienes por carlista: la niña no es hermosa: no es rica: sus
atractivos y su mérito están en sus condiciones de carácter, discreción,
talento, cultura, sentido práctico e idealidad al para que atesora, y una de
esas cualidades suyas es el ser muy religiosa, sin ser mojigata. La familia es
modelo, entre los modelos de familia españolas; de ella forma parte un canónigo
hermano del padre; viven todos en un mismo pensamiento; son amigos de mi tío
Salamero. Con estos elementos, V. comprenderá el género de nube que se ha
interpuesto entre los dos y el abismo que ella me ha señalado: la han dicho que
no concuerdan con las suyas mis opiniones religiosas, que hago propaganda de la
Institución Libre de Enseñanza, en la cual se explican doctrinas anticatólicas
o se admite la posibilidad de explicarlas, etc., y que, por tanto, ni ella
podría hacerme feliz ni yo a ella. Es la historia de siempre, la historia de la
decadencia del gentilismo, la historia de los tiempos en que estamos entrando,
la Minuta de un testamento en acción.
He tenido valor para resistir infinitas
contrariedades en mi áspero Calvario, y me falta para soportar el peso de esa
cruz. Decirle mi desesperación, imposible: hace cerca de un mes que dio pie, y
no he podido acostumbrarme a ella ni prepararme a un golpe que debía esperar:
la herida es más ancha y profunda que el primer día, más amargas las lágrimas y
más fresca y más copiosa la sangre que mana el corazón. V. adivinará los
pormenores, porque yo no acertaría a expresarlos: es una horrible tragedia
moral; sería una comedia para los demás, porque hay en el mundo muy pocos
corazones, como hay muy pocos hombres y muy pocas mujeres: no lo será para V.,
sobre todo si puede decir, como recelo, con el poeta: non ignara mali…
El efecto que me ha causado su
declaración ha debido ser tal, que ha creído deber añadir que no me desahuciaba
en absoluto, y que en obsequio mío volvería a consultar con Dios y con su
conciencia. No sé qué explicaciones he dado: estaba en terreno poco firme;
quizá he estado débil; quizá me faltado arte, pero de seguro que me faltado
auxilio: ¡estoy solo! Dispénseme, siquiera por esto, que le moleste antes de
llegar las vacaciones, afligiéndole con mis penas, y preguntándole si tiene
algo para aconsejar a su infortunado amigo que le abraza.
J. Costa
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