¡Hostias
con la Nati, la madre que la parió, la que nos pudo haber liao la mierda de la niña! De tránsito intestinal dificultoso y
proclive a la acumulación y expulsión por sorpresa de gases dañinos, algunos
comentaban que en el trajín del parto le hicieron una chapuza de cojones en el
cordón umbilical y que le dejaron el ombligo
pa fuera, más feo que Picio. -Parecía mismamente un alien chiquinino
-alcahueteó luego la comadrona a las chismosas más notables saltándose a la
torera el secreto profesional-, y que de ahí le podía venir la cosa. Otros, en
cambio, para explicar el fenómeno corporal se inclinaban por el llamado “enfado
de vientre”, síntoma misterioso donde los haya porque nadie sabe en qué coño
consiste exactamente ya que lo mismo puede dar en cagalera recia que en
hinchazón de tripas, en estreñimiento chungo que en caldosa evacuación sin
freno. El caso es que como te bailaras un agarrao
con ella más te valía que el Señor te cogiera confesao:
-Me
parece que me viene un pedete. ¿No te importa que me alivie, verdad? Es que no
me aguanto más -te susurraba la moza en la oreja en pleno baile con esa
vocecilla sensual que nos erizaba los pelos de la nuca y nos removía malamente
las entrañas hasta llegar a alborotarnos la entrepierna, también de aquella
manera. Un pedete, decía la jodía casi con cariño. ¡Me cago mil millones de veces en los difuntos de la madre que parió al pedete, en la cola de san Pito Pato y en la biblioteca perdía de Alejandría si se tercia! Aquello no era un peo normal: aquello era peor que una declaración de guerra con nocturnidad y alevosía, un hachazo a traición en los riñones, una fatídica bomba biológica que ríete tú del ántrax, el ébola, el cólera y el gas de la risa que hubieran salío juntos de parranda.
Pero, a ver, no le ibas a decir que no a la muchacha y dejarla plantá de sopetón en medio de la pista con to el pueblo al acecho, atento a la embestida y el quite. Aquí en Cascajos, una vez que tienes pareja de baile y ha empezao la música, hasta el último tararí chimpún de la orquesta aguantas como un jabato lo que te caiga: si te toca una coja, te jodes; si te toca una fea, te jodes; si te toca una estrecha, te jodes también. Además, que esto de la Nati, visto en frío, sin el calentón del momento y una vez recuperao del trance, hay que reconocer que es cosa que nos puede pasar a cualquiera cuando menos lo esperemos y sin comerlo ni beberlo como quien dice: una mala digestión, una mayonesa cortá, una indisposición repentina, el puto picante de los callos…
A mí me tocó sufrirlo una vez y os juro por la mula del alcalde (que se muera ahora mismito si es mentira -el alcalde no, brutos, la mula, que mira que tenéis mala follá-), que aquello fue algo casi sobrenatural, por no decir inhumano: de la peste que le subía por el escote (el aire caliente, en razón de alguna extraña ley de la Física, y como to el mundo sabe, tiende a subir y se escapa por donde buenamente puede) casi me vacío de las mollejas en medio de la pista. Chacho, qué arcadas me entraron, qué desconsuelo digestivo, qué bascas más puñeteras: yo creí que el estómago se me hacía un tirabuzón, una trenza, un nudo gordiano, un peinao de madrina de boda.
Se tiraba (a veces avisaba, pero casi siempre eran taimados y sutiles pa pillarte con la guardia baja y que no tuvieras escapatoria) unos cuescos de espanto, tal que ráfagas de ametralladora asesina que podían cobrarse, así como a lo tonto, víctimas inocentes por los aledaños, eso que en el argot bélico se denomina como “fuego amigo”; amén, claro, del directamente damnificao con un trauma de caballo y las pituitarias hechas fosfatina pa una buena temporada. Pero como sonaba la música a toa pastilla, y que a veces hasta parecían ir al compás los alivios pestíferos de la Nati con los acordes de la batería y el saxofón, nadie los oía con la claridad suficiente como pa señalar con el deo (“Esa, esa, ha sío esa”) y con certeza al o la culpable. Y el que los oía, y los olía, se los chupaba él solito a palo seco porque nos daba como vergüenza ajena poner en evidencia a la moza. O porque le temíamos al cachondeo a nuestra costa, que vete tú a saber los motivos que tiene cada cual pa callarse como un muerto. De modo y manera que en esas ocasiones to quisque era sospechoso y presunto, el mejor caldo de cultivo pa que esa mandanga de la presunción de inocencia se fuera a tomar vientos por el retrete más cercano.
Mientras dábamos vueltas por la pista como gingers y freds de pacotilla intentando no perder el ritmo ni el paso y esquivando pisotones y topetazos, nos mirábamos los unos a los otros con desconfianza fiera, recelosos como espías en plena faena, y nos escrutábamos las manos con disimulo para ver si alguno las tenía colorás, síntoma, éste sí, que estaba aceptao de común como incontestable prueba de cargo de los escapes pestíferos. Sin ninguna base científica, vale, pero avalao por una superstición de antiguo, por una centenaria tradición, por una costumbre indestructible, asuntos que, supongo que estarás de acuerdo conmigo, tampoco son moco de pavo ni pa echar en saco roto.
El otro momento de mayor peligro de sucumbir a los efluvios malignos de la niña y rendir las armas sin condiciones era la misa del domingo, con to el personal reunío p´al sermón: quien cayera a su lao en el banco ya podía ir atándose los machos y aprovechar que estaba el páter presente y de servicio pa que le fuera administrando el viático por si las moscas. No fallaba: si la notabas rebullirse en el asiento, cruzar y descruzar las piernas con un ritmo sostenido y nervioso, estirarse el vestido como con recato y disimulo apretando los muslos, ya estaba, ahí venía la andanada cabrona a toda pastilla y sin marcha atrás: una vez hacía pop, ya no había stop. Eso sí, la metralleta, durante el oficio en el templo, acaso por la cosa del respeto al recinto sagrado o porque fuera un poquito beatona, aunque esto no lo sé de cierto, venía siempre con silenciador de serie, como con sordina, que parecían los desahogos traseros de la Nati suspiros de esos como hacia dentro, tal que novicia en místico trance, tal que señorita lela tocando el arpa en función benéfica, tal que tísico en la ópera aguantándose la tos perruna. O de solterona menopáusica entrada en años y carnes y con furor uterino por los pocos tiros pegaos.
Se conoce que los churros, o las tostás con manteca, o los pestiños del desayuno (que tenía buena boquita la niña) no le sentaban lo que se dice demasiado bien a su delicao organismo de doncella; vamos, que le caían como una patá en el hígado y tendían a descomponerse y manifestarse en un aire malsano y aniquilador, en una pestilencia dañina similar a aceite requemao de motor, a güevo podrío, a sobaquillo de albañil sudao a conciencia, con solera, y que le daba cien vueltas al del incienso y el humazo de los velones, derrotados, juntos o por separado, da igual, con todas las de la ley.
Como sería la cosa, y no te miento ni mijita, que hasta las beatas de hábito y cilicio, de rosario y penitencia, de rogativa y procesión, se negaban a pasar el cestillo entre los bancos para recoger el óbolo y le endosaban el muerto sin piedad ninguna, ni el menor asomo de culpa ni remordimiento de conciencia que valga a los pobres monaguillos, víctimas inocentes que recibían el encargo pálidos, casi ictéricos ante el espantoso quehacer que se les venía encima sin posibilidad de escapatoria. La historia de siempre, pa no variar: a pagar el que menos culpa tiene, pobrecicos míos.
Y lo mismo que en el baile, podía ser cualquiera, a ver. Era notar la hediondez del gas sibilino y letal, el aroma fétido y como de ultratumba, y hala, ya estábamos en las mismas de siempre: entre los bancos vecinos se originaba un murmullo in crescendo (y no de estar orando, precisamente), tales eran las miradas esquivas y de soslayo entre los fieles, de tal voltaje la tensión (que podía cortarse con cuchillo), que incluso don Senén aligeraba el oficio en lo posible sin importarle una higa perder ni mucho ni poco la compostura: se comía la hostia a toa hostia, el vino de consagrar iba pa dentro del tirón sin miramientos y la señal de la cruz era vista y no vista, súbita como un relámpago. No limpiaba ni el cáliz, no te digo más.
-Id en paz, id en paz. Y deprisita, que pa luego es tarde -apostillaba el cachondo de él mientras se quitaba la casulla a escape y se santiguaba como si hubiera entrevisto a Lucifer chamuscando azufre en la sacristía con el apoyo de Belcebú. ¡Si el tío no rezaba ni el Padrenuestro! Se entera el señor obispo de estas irreverencias con el sagrado sacramento y, por lo menos, por lo menos, lo manda a las misiones del África con los negritos. Si es que no lo excomulga pa los restos. Que el obispo cuando se encabrona es mu suyo y lo mismo le da ocho que ochenta, molleja que pellejo, falda que pantalón: antes de jugarse el capelo cardenalicio por el que lleva tanto tiempo suspirando y batallando, se lleva por delante a quien haga falta. “Como hay Dios que sí”, dicen que dice su eminencia mascullando entre dientes cuando se encendía más de la cuenta o se encabronaba con alguno.
Hasta que se descubrió públicamente el entuerto en una celebrada ocasión en que la Nati empezó a tabletear con su mortífera munición en el preciso momento de irse la corriente y callarse de golpe el tocadiscos que amenizaba la velada, casi tos los mozos de Cascajos sufrimos la amarga experiencia olfativa: era como una especie de cuota, gravosa y difícil como pocas, que había que pagar a tocateja si querías beneficiarte de algún achuchón mientras te marcabas una pieza romántica arrimando redondeces para el frote con disimulo. Sin quitarle ojo al cubata, por supuesto, eso nunca, no me seáis pardillos, que hay mucho gorrón suelto por ahí actuando al descuido. No voy a dar nombres, eso no, que eso de chivarse está mu feo. Aunque podría si quisiera, que conste, porque tengo fichaos de sobra a los mangantes. Pero yo me limito a dar el aviso y luego que cada cual se aplique el cuento y que cada palo aguante su vela, que pa eso la tiene.
¡Qué descanso, oye, menos mal! Y es que aquello no era vida. Teníamos ya el alma en vilo y los nervios en adobo: las sospechas mutuas estaban degenerando en inquinas barriobajeras, en una atmósfera inquisitorial y delatora, como de posguerra chunga, que no le hacía pero que ningún bien a la convivencia vecinal y al pacífico discurrir de los días en el pueblo.
Para ser justos, y en honor a la verdad, hay que reconocer que la muchacha a lo mejor no tenía culpa alguna del desparrame cular porque, ¿quién no ha tenío alguna vez un apretón jaranero con libre albedrío? Aunque no sé, no sé, que había veces en que parecía hacerlo a propósito y con su puntito de recochineo. Pero esto pueden ser figuraciones mías, lo admito, que soy de natural desconfiao, no me duelen prendas el reconocerlo. Así voy yo por la vida: a pecho descubierto, desfaciendo entuertos, con la verdad como estandarte y divisa y le pese a quien le pese, faltaría más. Como dice el Enrique: “Y si dicen, que dizan; no fuéndolo hazío”.
Bueno, a lo nuestro, que me pierdo: Fermín el practicante (que el médico no aparecía por aquí más que de higos a brevas o por alguna urgencia casi siempre sin solución -era verlo asomar por la curva de la comarcal con la tartana y el percherón y tocábamos madera-, razón por la cual estaba investido como “la máxima autoridá sanitaria permanente en la villa”) nos lo aclaró una tarde de bonanza y asamblea:
-Sabido es que estas cosas pueden venir inscritas a machamartillo en el código genético, donde, como también es bien sabido, y si no lo sabéis ya os lo dice el hijo predilecto de mi señora madre, esa gran dama (hablaba así el Fermín, qué le vamos a hacer; un gilipollas, dicho sea de paso, porque era hijo único y de chico le consintieron toas las memeces que se le ocurrían), ni pinchamos ni cortamos: si te toca, te toca, y no te queda otra que apencar con el infortunio. Mala suerte. Cabronada. Jodienda. Putada de las gordas. Llamarlo como queráis que para el caso es lo mismo. Y que tal patología no tiene vuelta de hoja, eh. A día de hoy no se conoce remedio eficaz, está estudiao que esto es así. En este caso concreto, lo que pasa es que la Nati, siendo sobrina del Genaro, que ya es desdicha bastante, tenía papeletas más que de sobra pa que le cayera encima el premio gordo del embolao genético. Una desgracia como otra cualquiera, pobre chiquilla. -La que nos lió el puñetero Mendel (que ya podía haberse dedicao el tío a la petanca o el clavicordio o la esgrima) con la mierda ésa de los guisantitos y la herencia de los tatarabuelos -remató la clase el técnico de la salud, como también gustaba de titularse el Fermín.
¿Te he dicho ya que este fulano era un gilipollas? ¿Sí? Pues te lo repito pa que no se te olvide. Y con toas las letras.
El Dimas, que tuvo las agallas de casarse con ella aun sabiendo del problema (ole tus cojones, “Pizarrín”, que habría que hacerte un monumento), y emparentar por tanto con la familia del tío Genaro con lo que ello suponía de baldón y desdoro, aparecía muchas mañanas en la taberna pálido como un muerto, con la tez demudada y cerúlea, y ojeroso y tristón con su mala estampa. Imaginarlo noche tras noche compartiendo lecho con la Nati (porque el problema, nos confesó al cabo una tarde de desánimo, era diario, crónico, persistente y cabezón) nos ponía los vellos como alcayatas del diez y un nudo en la nuez tal que manzana reineta sin pelar y con tos los pipos en su sitio.
El anís “Machaquito” (ríete tú del vodka, el pisco, la grappa, el bourbon… esas mariconadas extranjeras) era su antídoto más querido y eficaz: le tengo yo contás muchas mañanas en que, antes siquiera de dar los buenos días a la cuadrilla, se empujaba del tirón dos copazos del elixir torero entre pecho y espalda, y venga, a echar la partidita y envidar de lo lindo o doblarse a seises con la color y el ánimo algo más en su sitio. Que Dios aprieta pero no ahoga, ya lo dice el refrán. Claro, que otras veces, cuando aprieta, ahoga pero bien.
-Y una preguntita, Dimas, por favor -le decíamos de vez en cuando-, aquí entre nos y por lo bajini entre órdago a pares y pase a chicas: ¿es verdad lo del ombligo?
¡Ah, que se me olvidaba el mote! Sí, justo ese, lo has adivinao: Nati “La Pedorra”.
Fácil y directo, que tampoco es cuestión de complicarse a lo tonto.
Genial.
ResponderEliminarMe lo he pasado pipa escribiéndolo, Isabel. Y haber conseguido una lectora como tú es lo genial.
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