Dada mi escasa habilidad en asuntos
acuáticos -no, qué hipócrita eufemismo, lo cierto es que no sé nadar-, tengo una insana obsesión con el hecho de morir
ahogado: los ojos hacia el fondo, la boca inútil en sus gritos de socorro en
sordina, el cuerpo, ya inerte e hinchado en la superficie del agua, convertido
en depósito de salitre, picoteado por las aves y mordido por los peces, pasto
de los animales, juguete de las corrientes.
Hace 4 años
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