La ronquera otorga a mis palabras la
sensación de que tuvieran aristas, sílabas cojas tropezando torpes con las raíces y guijarros
de la lengua y la laringe, vocablos como eslabones del idioma trabados en el engranaje
del pensamiento por el óxido y el polvo.
Permanecer en silencio suele ser la
mejor medicina para aliviar estos síntomas; lo malo es que cuando estoy ronco
me da por escribir. Y en mucho de lo que escribo, quiera o no quiera, asoma también esa aspereza.
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