A
Stefan Zweig
Sé
que no he de regresar jamás a este lugar
que
hoy me expulsa de su lado
cada
paso que voy dando,
cargado
de hombros y en derrota,
borra
el trozo de calle inútil,
harapiento,
que queda detrás de mí,
ese
que no volveré a pisar
desde
zaguanes en penumbra,
bajo
los toldos de los cafés,
emboscados
tras los diarios
que
informan de un nuevo estado de sitio,
cientos
de ojos certifican mi salida
en
un silencio cómplice y cobarde
subo
al indigno vagón
-sólo
billete de ida-
donde
acomodo el equipaje:
mi
exigua maleta de despojos
(un
hatillo con comida fría,
dos
gastados pantalones,
zapatos
heridos de polvo y dudas)
y
el oscuro gabán de los inviernos
por
donde asoma roto el libro
con
aquellos poemas que decías
-grávida,
enamorada-
en
los días felices hasta ayer
(¿he
de escribir el dolor que me provoca
el
deseo insatisfecho, imposible ya,
de
permanecer aquí a tu lado,
el
penar del pecho y de estas manos
que
nunca más te verán?)
por
la ventana indiferente
al
movimiento que me aleja,
un
paisaje de barriadas sucias
me
conquista las retinas,
añade
sordidez a este momento
a
una velocidad que no me satisface,
siento
el traqueteo frenético
retumbando
en mis adentros
-lo
recto y lo curvo del hierro
rozándose
ardiente a mis pies-,
más
cerca mi cuerpo cada vez
de
alguna frontera sin retorno
un
penacho de humo blanco
pespuntea
los rescoldos de la noche
con
carbonilla en la mirada,
en
una plena desolación sin nombre,
me
dirijo hacia la lluvia
para
que no se vean mis lágrimas
(De Hay un rastro, de la luna libros, 2015)
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