Ayer, de madrugada, una suave brisa del oeste traía
desde el Teatro Romano hasta mi terraza las notas y voces de una de las obras
cumbres de la humanidad: el pasaje de la Lacrimosa
del “Réquiem” de Mozart.
Con la vista en el firmamento, fumando en la
oscuridad, desnudo de cuerpo y mente, unas furtivas
lacrimas rodaron por mis mejillas pensando en el amigo ausente desde hace
tanto que me descubrió esta música y me enriqueció la vida.
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