En apenas una semana se cumplirán 32 años de la muerte Julio Cortazár en París, no sé si jueves ni tampoco si aguacero, mas seguro que no en otoño, como quería César Vallejo para sí en su propia muerte.
Y como me barrunto que ese día en concreto, 12 de febrero, las redes sociales se llenarán de recuerdos hacia él y homenajes en su memoria, he querido adelantarme trayendo aquí el famoso capítulo 68 de su más famosa obra -Rayuela- leído por él mismo con ese dulce arrastrar de las erres tan característico de su voz.
“Apenas él le amalaba
el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes
ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las
incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de
cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban
apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de
ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin
embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba
los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios.
Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los
extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante
de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del
merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta
del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se
vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en
niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta
el límite de las gunfias”.
Recuerdo aún mi estupor, que no era poco hasta entonces en el deambular por sus páginas, al llegar a ese capítulo de la novela: todos aquellos términos nunca vistos ni leídos en parte alguna que conformaban sin embargo un texto entendible casi a la primera. Al menos para mí, así fue.
Lectura que hice en la edición de Edhasa con esa cubierta que veis en la primera de las imágenes inferiores: me regaló el libro un muy querido amigo, Bartolomé Salas, sabedor de mi pasión por la lectura y mi fervor cortazariano al que él contribuyó en gran medida porque fue en su biblioteca donde leí al argentino por primera vez, concretamente las Historias de cronopios y de famas.
Y hace también menos de una semana, prácticamente a la misma hora en que tecleo estas líneas, uno estaba, en compañía de un nutrido grupo de amigos mañicos, en la Fundación March viendo y tocando parte de los fondos de la biblioteca de Julio Cortázar (con ejemplares de, entre otros, Onetti, Paz, Neruda, Pizarnik... a él dedicados) que allí se conservan, hecho que fue posible gracias a las amables y fructíferas gestiones de Jesús Marchamalo, a quien en justo y pobre pago por su generosidad dedico esta entrada.
Marchamalo le dedicó al gran cronopio, y a su bilbioteca, un precioso volumen, Cortázar y los libros, editado por Fórcola Ediciones en 2011 con su elegancia habitual.
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