En su ya lejana juventud, aqueste
mozo garrido de escasas entendederas soñó con poder ser modelo, galán de cine,
ídolo deportivo o cantante de éxito, labores éstas en las cuales tampoco es que te exijan lucir licenciaturas o doctorados, pero todo aquello que acaso pudo ser devino al fin en el
recuerdo apenas de un sueño. Así que se quedó en matón de barrio. Cumplidor, eso sí: encargo aceptado, encargo llevado a cabo a la plena satisfacción del cliente que soltaba la pasta.
Tenía
una voz tan poderosa como su calva (se quedó mondo y lirondo de su tupida mata de pelo de resultas de un desengaño sentimental con una pelandusca que se la daba con cualquiera), rotunda y roqueña, con la que apabullaba a
sus oponentes con razón o sin ella (casi siempre sin ella) en cualquier
discusión en la que se enzarzase. Y no eran pocas las reyertas, que era también de querencia
guerrillera y escaso repertorio de términos en las cuestiones de verbo.
Le gustaba comer caracoles
sacándolos con un palillo (decía que hurgar con el alfiler en el agujero del bicho era cosa de
maricones) y luego sorber con mucho ruido el caldito que quedaba en el
caparazón. Tampoco le hacía ningún asco a las gambas con gabardina, que comía a puñados como si fueran quisquillas, contribuyendo no poco a
la extinción de la especie de este crustáceo marino. Y dar escandalosas risotadas y soltar improperios por
los asuntos más banales: un imprevisto resultado de fútbol, la pinta de alguna
señorita de buen ver que acertara a pasar por su lado, la cojera de un rengo, el
siempre sugerente escaparate de una corsetería…
Hasta que una vez, en una de esas
discusiones sin sustancia particularmente acalorada, se le cayó un libro del
bolsillo. De poesía. Amorosa, para más inri. Un librín flacucho, escaso de páginas, casi escuálido: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, rezaba el título con letras gordas. De un tal Neruda,
que también vaya nombrecito para un tío.
La cara de estupor de sus
compinches de tabarra a la vista del suceso no es para contarla: le perdieron
el respeto para siempre. Cuando se recuperaron del asombro se lo demostraron de
inmediato expulsándole ignominiosamente del local, retirándole la palabra para
los restos y dándole a entender bien a las claras que las visitas a su bar de toda
la vida no serían bien recibidas de ahora en adelante.
Una pena. Porque para nosotros,
chaveas ociosos sin un chavo en el bolsillo, aquellas escaramuzas verbales en
la taberna del barrio y en las que de cuando en cuando se escapaba algún
guantazo que otro se nos antojaban muy entretenidas.
Amén de ser gratis, lo que tampoco es moco de pavo.
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