Diez
años viéndonos todos los días a la misma hora y en el mismo sitio, y ni
siquiera sabíamos el nombre del otro.
Los
dos siempre con cara de sueño, de hastío, con un fastidio antiguo que arrugaba incluso
los trajes.
No
sabría decir por qué precisamente hoy, pero cuando ha vuelto a romper el
silencio con el mismo y soporífero comentario que le llevo escuchando impasible
todos estos años (“Está fresca la mañana, ¿eh, vecino?”), no he podido
aguantarme más.
Antes
de llegar al garaje, su cuerpo exánime se me escurría de las manos después de
estrangularlo.
Lo
llevé a rastras hasta el trastero (a esas horas no hay nunca nadie por allí) y
lo metí en el congelador.
Debajo
de las bandejas de las verduras y los chuletones.
Para
que estuviera tan fresquito como sus puñeteras mañanitas.
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