Habrá
otras que tal vez, pero estas, desde luego, no se merecían en absoluto la fama
de que gozaban como grandes reposteras.
Les
había dado infinidad de oportunidades con sus pestiños, magdalenas, huesos de
santo, rosquillas, mojicones, yemitas… El recetario conventual al completo era
el complemento perfecto a mi pecado de gula, lo confieso.
Pero
no había manera: pesadez de estómago, vómitos, y algún que otro cólico miserere
eran las frecuentes y desagradables secuelas de la ingestión de los, a todas
luces, exageradamente famosos dulces de su obrador.
La
hermana tornera, una cancerbera implacable, abusando por demás de sus
humildes prerrogativas, me negaba en redondo la entrada al interior del convento siempre
que yo quería plantear alguna queja a la madre superiora para que tomara cartas
en el asunto.
Hasta
hoy: cuando la sor de la puerta, faltando a su sagrado deber de ayudar al
necesitado, ha intentado impedirme el paso por enésima vez ignorando todas mis súplicas,
me ha sacado por última vez de mis casillas: martirizado hasta el delirio por
esta úlcera sangrante que me está royendo por dentro en un particular via crucis, con la tensión por las
nubes a causa diabetes galopante por obra y gracia de los criminales excesos de su orden con
el azúcar, la he cristianado para toda la eternidad con el crucifijo de hierro
de la pared.
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