Medio
calvo, narigón, picao de viruela,
patilargo, barba montaraz, generoso por demás de apéndices auditivos… Lo que se dice un cuadro. Y no de Velázquez precisamente. No siempre fue así, claro, pero
el Bartolo, alias “Hamelín”, alias “Rampal”, se empezó a estropear a temprana
edad por escasez de alimento, vitamina y cariño y luego la cosa no tuvo buen arreglo.
Él, sin hacer demasiado caso a su más que lamentable aspecto, intentaba capear
el temporal de su enfrentamiento a muerte frente al canon clásico de la belleza
física con el arma sublime de la música.
-La
Música -decía con tierna y firme convicción el simple-, es lo mío, a la vista está.
Lo que sí estaba cantao
es que con ese nombre a cuestas no podía ser más que la flauta el instrumento del que se servía para darnos
la tabarra, el latazo, la murga... Y sí, antes de que me lo preguntes, que ya te huelo las ganas y te
veo venir con la tontería, te diré que, efectivamente, tal y como rezan la
coplilla fiestera, el chascarrillo y el encabrone, con un agujero solo. El instrumento también era pa verlo, tal pa cual: te dolían los ojos al mirar a ambos en comandita. Como no tenía
ni una perra, ya que doblar el espinazo pa sacarse un sueldecito decente no iba con él (-¡Bartolo -le decíamoscon recochineo- eres más vago que el Señor, que hacía los milagros tumbao!),
con una madera vieja que se había encontrao
por ahí se lo había fabricao él mismo
“con la noble pretensión, argumentaba, de haceros gozar de la más excelsa y misteriosa
de las Artes, esa sublime elevación del espíritu donde la abstracción, lo
intangible, lo misterioso se hace belleza sempiterna, y alegrar al tiempo las
veladas de paisanos y foráneos de visita en tascas y terrazas, en saraos y
celebraciones. Y na más que por la voluntá, que conste”. ¡Alma de cántaro! ¡Menudo soplapollas!
Conque
imagínate los arpegios y melodías que podían salir de un cacho palo soplao por un imbécil: como pa peerse sin ganas. No le gustaba ni un
poco que le llamáramos Hamelín, personaje ("Ese fulano dañino", era su manera de referirse a él en tono despreciativo) al que tenía poco menos que por un
embaucador y un delincuente. Bartolo prefería denominarse Rampal, decía que en homenaje y honor a un flautista
gabacho, Juan Pedro de nombre, cuyas excelsas interpretaciones escuchaba sin
parar en un disco antiguo que ponía en un tocadiscos a pilas por ver si se le pegaba
algo. Y mucho escuchar, mucho escuchar, pero la verdad es que no lo
aprovechaba, no se le pegaba na. Pero na de na. Ni una mijita, ni una puta nota. Al principio, pa qué te voy a decir otra cosa, le aguantábamos la tontuna musical
mal que bien y muchas veces, si no lo digo reviento, a nuestro pesar. Pero si
entre los paisanos no nos echamos una manica de vez en cuando, ya me dirás tú
qué mundo sería éste. Que no queríamos quitarle la ilusión al muchacho de
buenas a primeras. Ahora bien, las cosas claras: los acordes disparejos, por no
decir atroces, que salían a voleo de la estaca aquella, era evidente que estaban
hechos pa oídos recios y ya de vuelta de todo. Había que tenerlos así de
gordos y pero que mu bien puestos (los
oídos y los otros, tú ya me entiendes) para su disfrute. O simplemente pa
soportarlos sin cometer un disparate con el intérprete. Pero un día tras otro,
un día tras otro sufriendo el espantoso ruido nos fue mermando a pasos
agigantados la capacidad de resistencia y las buenas intenciones con el vecino
melómano y gilipollas.
-Creo
que me voy a presentar p´al Conservatorio
de la capital. Y voy a empezar con la Armonía y el Solfeo -nos soltaba el tío
más ancho que pancho, convencío de su
talento.
Así,
a las bravas, sin anestesia ni na; como
si estudiar Música fuera como hacer unas lentejas con chorizo o coserse un botón
de la bragueta, no te jode el tío capullo con la jangá.
-Vamos
a ver, tú, “Rampal”, escucha (como no le llamaras así no te hacía ni puto caso) -tratábamos de convencerle-, dedícate
a otra cosa, hombre. ¿No ves que por ahí no vamos bien, que Euterpe, por los motivos
que sean, no te ha llamao por ese
camino?
Respondía
con encono que él no conocía a ningún Euterpe, que qué mierda de nombre era ése
y que quién coño le había dao vela al
fulano en este entierro, si podía saberse.
-Que es una chica, burro -nos burlábamos en su jeta-. La musa de la Música, macho, entérate
ya, que eres más ignorante qu´el pipo
un silbato.
Si
él no estaba presente le llamábamos “Hamelín”, porque cuando empezaba con la matraca (y le daba igual que fuera la hora de la siesta o las tres de la madrugá), las ratas eran las primeras
que le oían, vaya si le oían. Vamos, yo creo que antes de oírle le olían las
ganas. Pues no son listas ni na las cabronas. Pero en vez de seguirle el ritmo y el paso como perrillos falderos tal
y como era de esperar según cuenta el cuento, salían de naja como alma que lleva
el diablo en dirección contraria a los “dulces sones del caramillo”, como
también le gustaba decir al gilipollas con empalago y cursilería al referirse a
su música. En cuanto el Bartolo echaba mano al instrumento y tanteaba la
boquilla después de humedecerse los labios dándoles unos recios lengüetazos, la
rata vigía (que estaban bien organizás,
las joías bichas) daba el “agua” y al
punto se oía un murmullo subterráneo que salía por los imbornales, un rumor
como de pánico de los roedores que huían en desbandá,
disparás como locas en cualquier dirección
por el primer abujero que
encontraban para librarse de aquel tormento.
Al
igual que las ratas, los paisanos, en cuanto lo barruntaban cerca (algo de poco
mérito, la verdad, porque la murga flautil llegaba a cualquier sitio antes que él) se quitaban
de en medio que perdían el culo: qué agilidad repentina, qué ligereza de pies,
qué urgencia por resolver asuntos le entraba de repente al personal. Las calles se iban
vaciando a escape (como si viniera el alguacil a cobrar la basura o el del
Ocaso con el recibo) justo antes de que él hiciera acto de presencia con el
concierto del palo.
Con
el coñazo que daba, insoportable donde los hubiera, vio tan mermá su forma de
sustento que no tuvo más remedio que apañar el hatillo y tomar el portante.
Pero
con este bien que metimos la pata, está visto y comprobao que no se puede acertar siempre: no hace ni un par de
meses que se recibió en el ayuntamiento un sobre con un disco del Bartolo
tocando con la Sinfónica de Londres y su retrato en la portada, y dentro del
sobre una carta donde, vengativo, mandaba a to el pueblo a que nos dieran por
donde amargan los pepinos que, por cierto, es por donde también se empiezan los cestos. A tomar por culo, por si no lo has cogío a la primera.
Al Blas, cuando abrió el envío y guipó el careto del Bartolo dándole a la flauta con
aquellos gachós tan estiraos vestíos
de pingüinos, casi le pega un telele.
Las
vueltas que da la vida, "Bizco", te das cuenta, quien lo iba a sospechar de semejante pánfilo.
Imagen: Walter Maioli Belveglio
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