Tras
la tormenta, anegados los campos, reverberan las vides con un brillo esmeralda
que se refleja, dichoso y límpido, en la espalda de la tarde que huye.
Asciende
invisible desde el lecho de barro, por entre los pámpanos, sarmientos y frutos
derribados por la cólera inmisericorde del agua, un rescoldo
de calor húmedo, como de légamo en ebullición, que se asienta con furia sobre
la piel y la mirada del hombre atónito, labrador vencido en medio del desastre.
Contemplada desde el otero, la verde planicie semeja un mar amaneciendo camino de cobrarse algún naufragio, inciertos senderos de agua los surcos que se pierden hacia ninguna parte, hasta donde la vista alcanza.
Imagen: re-moto.com
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