Me acuerdo del tufo malsano de los braseros de picón, la calefacción de los pobres. También de la rejilla protectora y de la badila para remover las brasas.
El frío ya no es lo que era. No sé si será por eso que dicen del cambio climático, la radiación de los microondas o los móviles, los programas basura de la tele o yo qué puñetas sé, pero que ya no el mismo de años atrás me parece evidente. Porque antes sí que era una cosa seria: el frío llegaba mordiendo de a poco, como quien no quiere la cosa, casi con delicadeza; como cuando saboreas a sorbitos un buen vino, o besas despacio esos labios que no quisieras abandonar nunca. Pero el caso es que la copa de vino y el beso en algún momento se acaban, y el frío, con todos sus avíos y sinsabores llega, vaya que si llega. Y entonces no queda otro remedio: hay que plantarle cara, aprestarse a la contienda, defender la posición hasta el último aliento que nos quede. Porque el frío no perdona, no hace prisioneros ni deja heridos en el camino: detrás de él, el habitual paisaje después de la batalla con cadáveres insepultos y tierra quemada.
En el tiempo que digo, aquél que ahora recuerdo, las armas para combatirlo eran pocas y, si se me permite la expresión, cobardes: algún jersey con más polilla que lana, calcetines con "tomates", gorrillas de paño pobre, guantes escasos de gramaje que se rendían a la primera acometida del termómetro en dirección al suelo... Nada, en fin, que pudiera detener su empuje con las mínimas garantías y la vista puesta en la primavera salvadora.
Y es que el puñetero venía bien pertrechado y con su estrategia bien ensayada: después de enviarnos a sus emisarios -los generales Octubre y Noviembre- en forma de lluvia o viento, que ya nos dejaban tiritando y con la guardia baja, hacía acto de presencia en su forma más temible, ésa que no se ve mientras ataca pero que, con la luz del día, mostraba su eficacia desoladora: charcos con la dureza del espejo, carámbanos amenazantes -cual lanzas camufladas en los aleros, cual saetas de hielo-, sabañones en las orejas y los dedos haciéndonos la puñeta...
Sobrevivimos; quienes sufrimos sus temibles y astutos y traicioneros embates, sobrevivimos. Y lo hicimos gracias a una eficaz arma secreta y nunca derrotada que se ocultaba -heroico caballo de Troya- entre las patas de la mesa camilla: el brasero. En aquellos momentos de calma alrededor del humilde mueble (madre limpiando de piedras y algún posible gorgojo las lentejas del día siguiente, el jilguero cantarín acurrucado y hecho una bola de plumas en un rincón de la jaula colgada en la pared, tú intentando resolver los deberes para la escuela del día siguiente, la radio emitiendo sin parar las canciones dedicadas: "Peticiones del oyente", programa patrocinado por Joyería y Relojería Enrique Busián, o "el parte"...), no había mejor arma que un buen brasero de picón -tal que un caballero andante desfacedor de entuertos e injusticias-, la alambrera como cota de malla, y el más persistente y fiel de los escuderos: su majestad, la badila.
Porque si había algo ante lo que el frío se estremecía de golpe -como si un frío mortal, quintacolumnista y traicionero, se le hubiese metido hasta el tuétano de los huesos- y con lo que adivinaba su cercana derrota, si no definitiva, parcial al menos, era esa inocente frase que alguien pronunciaba de pronto como si nada mientras echaba mano a la badila:
"Voy a echar una firmita".
"Voy a echar una firmita".
¡Madre mía! Me has recordado que en el pueblo tengo una badila dorada que mi madre siempre la limpiaba y lucía brillante en una pared.
ResponderEliminarY con la vieja siempre echaba "una firmita"
Gracias por el recuerdo.
¡Qué tiempos! ¡Y qué frío! Me ha hecho retroceder medio siglo en el tiempo...
ResponderEliminarExcelente elogio. Enhorabuena.
Un abrazo.
Isabel: yo tengo dos en casa recuperadas de la chatarra enmarcando la chimenea, que tampoco es manca a la hora de asustar al frío.
ResponderEliminarAntonio: es que antes hacía frío de verdad, de pueblo, pueblo, auténtico como el chorizo aquél del anuncio.
Abrazos.