Tenía
ese pálpito insistente que nunca me ha fallado de cuando las cosas no van como
debieran.
Cuando
le pregunté si se veía con alguien se puso tensa de repente, rehuyéndome la mirada,
intentando en vano y de manera burda cambiar de conversación.
Idéntica
reacción, por cierto, a la de mi marido ante la misma pregunta.
A
la vista de las respuestas, ya no me cupo duda del engaño. Y era evidente que
algo tenía que hacer, no podía quedarme a verlas venir como una pánfila que no
se entera de nada. De modo que sopesé mis opciones: o elegir a uno de los dos o
deshacerme de ambos sorprendiéndolos juntos in fraganti y que vieran que yo no
me chupo el dedo.
Y
elegí.
Ahora
Margarita y yo recordamos aquello riéndonos del cerdo adúltero.
Que
hombres hay muchos, pero amigas…
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