Me acuerdo de
los olores de mi calle.
Mi calle olía a
tierra mojada y árbol gateado, a uva vendimiada, a leche salpicada de vaca, a
excremento de mulo, a zaguán fresco y recién pintado por julio, a procesión de
melones agujereados e iluminados, a piara de cabras, a las flores de María por
mayo, a estiércol acarreado, a pan caliente de carro con burro (“dame dos
telerinas”), a sangre de guarro chamuscado y abierto en canal, a pelonas y
carámbanos, a noches de verano de picadillo y melocotón, a colonia de domingo
repeinado, a bodas de mañana y entierros por la tarde, a chaquetía, a
esportones de paja, a novios acurrucados en el umbral de la madrugada, a
desafíos y porfías... Por mi calle pasaba la vida sin cosméticos ni bisutería,
montada en el pescante de un remolque tirado por una yunta de mulas.
Me
acuerdo de los trenes que, siendo niño, me llevaban con mi familia a Bretaña
-mi otra patria-, donde la lluvia es perfecta.
Me acuerdo,
vivamente, de la primera película que vi: Siete pistolas para Timothy.
Me acuerdo de
los buenos profesores que tuve en los jesuitas y en Salamanca (Dávalos, Ángel
Calle, Iniesta, Montanero, Jáuregui, Ballestar, don Luis, Laureano, Heras...)
Me acuerdo del Libro
de arena de Borges y no me acuerdo de cómo lo perdí en la arena de una
playa del Loire-Atlantique.
Me acuerdo de la
primera vez que vi a Itziar (lucía sombrero negro de ala ancha): fue en el
Rivendel de Salamanca... en una foto.
Me acuerdo de
muchos septiembres de mi vida, pero me acuerdo del último más que de ningún
otro, y no por ser el último sino por ser el más contundente, el más claro.
Septiembre de la muerte y de la vida, septiembre de mi padre, septiembre de
Edurne.
Me acuerdo del
tiempo perdido.
Me acuerdo de
Bogotá -la inmensa y caótica Bogotá- y de todo cuanto vi, me enseñaron o
descubrí. Me acuerdo de Marina y su agua panelita, del tinto (que allá no es
vino sino “¿café, amorcito?”), de Julia, de la noche que llegamos y de los
militares armados que nos recibieron, de Walter y sus discos de vinilo y su
licor y su americana elocuencia, de Clarita Inés, de la carretera de Medellín,
de Dilia, de la miseria y la opulencia, de Jairo, de la ansiedad del primer día
y las lágrimas del último.
Me acuerdo, cómo
no, de lo inconfesable.
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