viernes, 26 de junio de 2015

"El arte de comerse un zapato a veinticuatro fotogramas por segundo"


Que la relación entre el séptimo arte y la gastronomía está presente de manera feliz en la pantalla casi desde sus orígenes hace ya más de un siglo es cosa bien probada y sabida. Echando la vista atrás, sin ira, ¿quién no recuerda, por ejemplo, esas caóticas batallas a tartazos en las películas cómicas del cine mudo que nos hacían partirnos de la risa?

Una de mis primeras sensaciones acerca de esa antigua y fructífera relación la encuentro también en una película de entonces, concretamente en esa emblemática escena en la que Charlot, encerrado durante días en una cabaña aislada por la ventisca y el hielo al borde de un precipicio en un remoto paraje y sin nada que echarse a la boca, guisa una de sus maltrechas botas para ver de mitigar en algo el hambre que les atormenta a él y a su compinche de aislamiento forzoso. En contraste con su tipo enclenque, desvalido, casi famélico, su compañero de fatigas es un tipo rudo y fortachón que en su delirio hambriento ve a nuestro personaje como a un pollo presto a ser cocinado y engullido con avidez. La maestría del genio inglés en ese gag en el que enrolla, con soltura digna de un experto en la materia, los cordones de la bota como si fueran espaguetis (la suela hace de bistec, los clavos son huesecillos que chupa con fruición) y se los come con esa expresión suya tan característica de satisfacción por haber encontrado una solución a su problema, está fija en mi mente desde que la disfruté por primera vez cuando era apenas un mocoso. Igual que esa otra de la misma cinta en la que improvisa una alegre danza con un par de panecillos ensartados en sendos tenedores para entretener y divertir a las cuatro damas que le acompañan a la mesa.

O aquella, dando un salto en el tiempo, en la que Jack Lemmon escurre con una raqueta de tenis la pasta que acaba de hervir para su deseada cena con Shirley MacLaine en la espléndida El apartamento mientras canturrea, feliz, una cancioncilla ininteligible.

(Un inciso: siempre he encontrado una especie de similitud entre Charlot y su rústico compañero de encierro en esa joya del cine mudo que es La quimera del oro con aquellos sufridos personajes de tebeo que leíamos en la ya, ay, lejana infancia, Carpanta y Protasio, trasuntos del hambre que se padeció en este país durante muchos años de posguerra y que también, es curioso, solían soñar con un pollo asado, un jamón, una ración de sardinas…).

Para este espectador aficionado a casi todos los géneros -excepción hecha de engendros como el gore, las abominables zafiedades de universitarios de juerga o las bobaliconas y empalagosas comedietas románticas con final feliz, por citar algunos- es más que evidente la estrecha relación entre esas dos estupendas formas de estar en el mundo.

En multitud de películas hay alguna escena que transcurre alrededor de una mesa en la cocina, en la barra de una cafetería, en el salón de algún lujoso restaurante o en un infecto tugurio donde suena de fondo una música ronca de blues o jazz mientras “el humo ciega tus ojos”. Y es que compartir alimento facilita el diálogo, templa el ánimo y da contento al cuerpo tanto como ir al cine con la compañía apropiada. Pocas cosas más tristes que comer a solas, que sacar entrada solo para uno (aunque esto último, a buen seguro, me lo discutirán los cinéfilos más conspicuos). Alrededor de la comida, igual que alrededor de una buena película, se establecen relaciones con desconocidos difíciles de explicar a veces pero ciertas al ciento por ciento.

Por otro lado, me parecen más que evidentes las semejanzas entre un jefe de cocina y un director de cine: a partir de diversos elementos, inconexos y dispares entre sí en no pocas ocasiones, ambos tienen que lidiar con un amplio equipo que no siempre está en su mejor momento ni responde como debería a las expectativas creadas, pero que si actúa en sintonía, si -por decirlo con ese término culinario tan de moda últimamente- consiguen un buen maridaje, el resultado final del producto puede hacernos estremecer de gozo: un rodaballo al horno, una comedia de Wilder, un entrecot a la brasa, una intriga de Scorsese, una tarta de queso y arándanos, una ironía de Allen... Y es que hay películas con sabor, igual que hay comidas que nos entran por los ojos.

Cójase una sartén, una cámara; enciéndanse el fuego y los focos; mézclense con garbo y salero ingredientes y diálogos; ilumínense adecuadamente plato y situación; añádase a todo ello una pizca de pimienta y música, y, ¿qué tenemos?: dos alimentos imprescindibles tanto para el cuerpo como para el espíritu.

Que no sólo de pan vive el hombre, ya lo decían las Sagradas Escrituras.

Que ese matrimonio bien avenido que ya ha cumplido más que de sobra sus bodas de diamante tiene un gran futuro lo atestiguan algunos, entre otros muchos y sin ánimo de ser exhaustivo, de estos filmes, tan diferentes entre sí: El festín de Babette, Sin reservas, Dublineses, Un toque de canela, Mi gran boda griega, El guateque, Delicatessen, Como agua para chocolate, Todos estamos invitados, Tomates verdes fritos…

Señores espectadores y comensales, la función está a punto de comenzar.

¡Acomódense y que aproveche!

Texto publicado en el libro colectivo CoCine Cultura, editado por la Fundación Rebross en su colección Versión Original.
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario