Que la relación entre el séptimo
arte y la gastronomía está presente de manera feliz en la pantalla casi desde
sus orígenes hace ya más de un siglo es cosa bien probada y sabida. Echando la
vista atrás, sin ira, ¿quién no recuerda, por ejemplo, esas caóticas batallas a
tartazos en las películas cómicas del cine mudo que nos hacían partirnos de la risa?
Una de mis primeras sensaciones acerca de esa antigua y fructífera relación la encuentro también
en una película de entonces, concretamente en esa emblemática escena en la que
Charlot, encerrado durante días en una cabaña aislada por la ventisca y el
hielo al borde de un precipicio en un remoto paraje y sin nada que echarse a la
boca, guisa una de sus maltrechas botas para ver de mitigar en algo el hambre
que les atormenta a él y a su compinche de aislamiento forzoso. En contraste
con su tipo enclenque, desvalido, casi famélico, su compañero de fatigas es un tipo
rudo y fortachón que en su delirio hambriento ve a nuestro personaje como a un
pollo presto a ser cocinado y engullido con avidez. La maestría del genio
inglés en ese gag en el que enrolla, con soltura digna de un experto en la
materia, los cordones de la bota como si fueran espaguetis (la suela hace de
bistec, los clavos son huesecillos que chupa con fruición) y se los come con
esa expresión suya tan característica de satisfacción por haber encontrado una
solución a su problema, está fija en mi mente desde que la disfruté por primera
vez cuando era apenas un mocoso. Igual que esa otra de la misma cinta en la que
improvisa una alegre danza con un par de panecillos ensartados en sendos
tenedores para entretener y divertir a las cuatro damas que le acompañan a la
mesa.
O aquella, dando un salto en el
tiempo, en la que Jack Lemmon escurre con una raqueta de tenis la pasta que
acaba de hervir para su deseada cena con Shirley MacLaine
en la espléndida El apartamento mientras
canturrea, feliz, una cancioncilla ininteligible.
(Un inciso:
siempre he encontrado una especie de similitud entre Charlot y su rústico compañero de encierro en esa joya del cine
mudo que es La quimera del oro con
aquellos sufridos personajes de tebeo que leíamos en la ya, ay, lejana infancia,
Carpanta y Protasio, trasuntos del hambre que se padeció en este país durante
muchos años de posguerra y que también, es curioso, solían soñar con un pollo
asado, un jamón, una ración de sardinas…).
Para este espectador aficionado a
casi todos los géneros -excepción hecha de engendros como el gore, las
abominables zafiedades de universitarios de juerga o las bobaliconas y
empalagosas comedietas románticas con final feliz, por citar algunos- es más
que evidente la estrecha relación entre esas dos estupendas formas de estar en
el mundo.
En multitud de películas hay
alguna escena que transcurre alrededor de una mesa en la cocina, en la barra de
una cafetería, en el salón de algún lujoso restaurante o en un infecto tugurio donde
suena de fondo una música ronca de blues o jazz mientras “el humo ciega tus
ojos”. Y es que compartir alimento facilita el diálogo, templa el ánimo y da
contento al cuerpo tanto como ir al cine con la compañía apropiada. Pocas cosas
más tristes que comer a solas, que sacar entrada solo para uno (aunque esto
último, a buen seguro, me lo discutirán los cinéfilos más conspicuos). Alrededor
de la comida, igual que alrededor de una buena película, se establecen
relaciones con desconocidos difíciles de explicar a veces pero ciertas al
ciento por ciento.
Por otro lado, me parecen más que
evidentes las semejanzas entre un jefe de cocina y un director de cine: a
partir de diversos elementos, inconexos y dispares entre sí en no pocas
ocasiones, ambos tienen que lidiar con un amplio equipo que no siempre está en
su mejor momento ni responde como debería a las expectativas creadas, pero que
si actúa en sintonía, si -por decirlo con ese término culinario tan de moda
últimamente- consiguen un buen maridaje,
el resultado final del producto puede hacernos estremecer de gozo: un rodaballo
al horno, una comedia de Wilder, un entrecot a la brasa, una intriga de
Scorsese, una tarta de queso y arándanos, una ironía de Allen... Y es que hay
películas con sabor, igual que hay comidas que nos entran por los ojos.
Cójase una sartén, una cámara;
enciéndanse el fuego y los focos; mézclense con garbo y salero ingredientes y
diálogos; ilumínense adecuadamente plato y situación; añádase a todo ello una
pizca de pimienta y música, y, ¿qué tenemos?: dos alimentos imprescindibles tanto
para el cuerpo como para el espíritu.
Que no sólo de pan vive el hombre,
ya lo decían las Sagradas Escrituras.
Que ese matrimonio bien avenido
que ya ha cumplido más que de sobra sus bodas de diamante tiene un gran futuro
lo atestiguan algunos, entre otros muchos y sin ánimo de ser exhaustivo, de
estos filmes, tan diferentes entre sí: El festín de Babette, Sin reservas, Dublineses, Un toque de canela, Mi gran boda griega, El
guateque, Delicatessen, Como agua para chocolate, Todos estamos invitados,
Tomates verdes fritos…
Señores espectadores y
comensales, la función está a punto de comenzar.
¡Acomódense y que aproveche!
Texto publicado en el libro colectivo CoCine Cultura, editado por la Fundación Rebross en su colección Versión Original.
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