domingo, 5 de mayo de 2013

Paisanaje (22) Pánico


Sí, sí, como te lo digo, has oído bien, no pongas esa cara que no te estoy vacilando: Pánico, se llamaba el tío. No Francisco, como quería ponerle su madre desde que se quedó preñá de primeras y barruntó que sería niño; ni Quico, ni Paco, ni siquiera Curro. Una cosa normal, vamos, lo que to el mundo entiende a la primera, nombres o apodos corrientes y molientes, de andar por casa.
Hombre, la verdad es que nos daba bastante juego el patronímico, pa qué nos vamos a engañar: “Ahí viene el Pánico”; “Yo no conozco el Pánico”; “Tranquilos, que no cunda el Pánico”; “Le he visto la cara al Pánico”… Así todo el santo día, choteándonos de lo lindo a costa del dichoso nombrecito en cuanto le echábamos la vista encima al interfecto.

Y es que entre su padre, que nunca anduvo mu allá de entendederas y se emperró en ponerle Paquino al chiquillo, así, en diminutivo coloquial, y el fulano del Registro, un inculto disléxico propenso al soborno y amante de darle al frasco que atentaba de manera sistemática contra las más elementales reglas de la ortografía y la sintaxis en cada anotación que hacía en los libros (de ahí el funesto error), le formaron al pobre muchacho un lío de tres pares de cojones, de toma pan y moja, de vámonos que nos vamos y salga el sol por Antequera.

La Petra, su madre, a la vista del desaguisao (que lo del antojo de ponerle Francisco era por el abuelo, o sea, su padre de ella, que el suegro atendía por Wenceslao, y eso sí que no, que ahí se cerró en banda y no hubo forma de que diera su brazo a torcer; menuda cabezona la Petra, pues no era nadie la señora cuando se emberrenchinaba), intentó ponerle remedio hablando con unos y con otros (el maestro, el alcalde, el diputao provincial… hasta el gobernador civil), pero aquello estaba firmao, sellao y timbrao como es de ley y no hubo na que hacer. Y eso que la buena señora se pateó con tesón y sin desmayo antesalas y despachos, y dio el coñazo a base bien, y meneó Roma con Santiago y los garbanzos en el puchero, como solemos decir por aquí. Pero na de na, ya te digo: al final, Pánico que te crió, como yo me llamo Manolo.

Coño, ni el cura, que al principio se negó en redondo a bautizarlo con ese nombre, pudo remediar el disparate. Y mira que el de la sotana también porfió lo suyo en el Arzobispao, que la Petra era una feligresa con carisma y liderazgo y lo que menos falta le hacía era que a cuenta de la gilipollez del marido la Petra le soliviantara de mala manera a las beatonas de la parroquia que lo tenían en palmitas. Cabreao como un mono, sí, que casi ahoga y manda al limbo al inocente con la cantidad de agua que le echó a mala leche por la cocorota y el cogote durante el sacramento, pero al final tuvo que bautizarlo como hay dios.

Y menuda ceremonia: más parecía un entierro que un bautizo, que siempre es ocasión de celebrar, aunque no digo yo que algún entierro que otro no haya que festejarlo también. Y bien a lo grande, ya puestos. Pues no, mira tú por dónde. Tenías que haber visto los caretos de funeral de la familia materna: parecía que les estaban sacando las muelas del juicio a lo vivo y sin anestesia. Y la madre… la madre, pa que te voy a contar: acabar la ceremonia del remojo, agarrar al rorro (empapaíto hasta los patucos, que iba dejando un reguero a su paso digno de ver) y tirar pa su casa con una mala hostia en el entrecejo que daba miedo, fue todo uno. Con decirte que la gente le abría camino y se apartaba corriendo por si un aquel. El padre, en cambio, a lo suyo, como unas castañuelas el tío, hecho un figurín (gorrilla de ante, clavel reventón en la solapa, pañuelo de seda asomando por el bolsillo de arriba de la chaqueta de rayas…). En cuanto los chaveas lo guipamos en la puerta de la iglesia con la sonrisa de oreja a oreja, satisfecho de haberse salío con la suya y empezamos con la cantinela de “padrino cagao”, se echó mano a los bolsillos y venga caramelos y chucherías, y venga chicles y cigarrinos de chocolate, y venga reales y pesetas. Hasta un durillo que otro apañaron los más espabilaos en la rebatiña. Y venga puros, y copas de sol y sombra, y porrones de tinto (esto ya pa los mayores) Ancá Tomás, que hasta se animó a tirar la casa por la ventana y le dio una mano de pintura al establecimiento (que buena falta le hacía ya, dicho sea de paso) p´al festejo. De traca fallera, vamos; si pilla el numerito el Valle-Inclán se marca un esperpento de antología.

To este follón del nombre, las múltiples gestiones pa intentar cambiarlo, la opereta chusca del bautizo… lo supimos después, porque nosotros pensamos desde siempre que lo de Pánico era un mote que le venía por lo horrorosamente feo que era. Porque el chaval era feo de concurso: de dar miedo, pero del de verdad, el de cagarse patas abajo, pa qué te voy a decir otra cosa. Como sería el bicho que cuando la Petra lo parió y le preguntó al médico que qué había sio, el cachondo de él le contestó que lo iba a tirar al aire, y que si volaba es que era un murciélago. Si hasta se hacía la despistá cuando tenía que darle la teta. Corría el rumor de que en vez de darle el pecho le daba la espalda. Y es que está el que sale guapetón desde chiquinino ("Pero mira qué ricura de crío".); el que, bueno, del montón ("Ni pa ti ni pa mí".), y luego está el que sale deslucío sin remisión ("La madre que parió al bicharraco: es feo pa aburrir".), objeto de juerga y cachondeo pa los restos. Y el Pánico era feo de cojones: una oreja despegá y la otra de soplillo (las dos iguales, vamos), los ojos juntito al tabique nasal (que parecían querer saltarlo y hacerse ambos uno solo, tal que un polifemillo del páramo), dientes escasos y desparejos  (como reñíos entre sí), morada del sarro más pertinaz y castigador que hayas visto, el mentón en brusca retirada hacia el gaznate… Talmente un zombi de ésos de las pelis de miedo. Pa galán no valía, eso seguro.

No te digo más que cuando íbamos de mozas en la cuadrilla quedábamos a sus espaldas procurando darle esquinazo pa que no se nos pegara a la chepa y nos espantara la caza mujeril, lo que ocurría de manera automática en cuanto las mancebas nos veían aparecer con el fenómeno de circo integrao en la comitiva. Si lo espantábamos pronto podíamos soñar con alguna posibilidad de achuchón con las chorvas; si no… la cagamos, tía Paca: como el Pánico fuera de la partida, las titis ponían pies en polvorosa como si quisieran batir un récord de velocidad en cuanto nos guipaban. Luego se tiraba dos o tres días sin hablarnos (una semana estuvo la vez que más), un poco mohíno y huidizo, pero como el fondo, ya que no el envoltorio, lo tenía bueno, al poco ya estaba otra vez de bromas y chanzas, vuelta la burra a la noria.

Y eso que llamarse Pánico no es ningún chollo, vamos, me parece a mí; más bien pa volverse loco de remate y echar mano a la repetidora pa hacer un descaste de imbéciles pero a base de bien. Me lo hacen a mí y no dejo títere con cabeza. Empezando por mi padre y el funcionario incompetente.

Pero Pánico era un tío legal, no se hacía mala sangre así como así. La verdad es que con tal parentela no nos explicábamos cómo había salío tan buena gente. Como estaba más que acostumbrao al recochineo desde la "escuela de los cagones", aguantaba mal que bien nuestra tontuna cotidiana y hasta se pagaba unas rondas y raciones en la taberna de cuando en vez, que no le quemaban las perras en los bolsillos, las cosas como son.

-Bah, pelillos a la mar, que esto son dos días y pa luego es tarde -decía espontáneo y despreocupao. Vamos a tomarnos algo, que yo invito.

Todo lo más que cuando se tomaba unos vinitos sin la tapita correspondiente y se ponía un poquito pintón, ya con la lengua medio al revés y los ojos turbios y como aguardentosos, nos decía masticando las palabras:

-Pisha, cucharme mamone: er día que me cabree de verdá, sus vai a enterá uztede vozotro, peaso joputas.

Acento incomprensible que nos maravillaba en sus labios habida cuenta de que era castellano de pura cepa: vallisoletano, para más señas, que allí tuvo la Petra el capricho de traerlo al mundo sin que acertáramos nunca a explicarnos a cuento de qué, porque aquello estaba a tomar por culo del pueblo. Lo achacábamos a algún efecto secundario y misterioso del alcohol. Lo del acento sureño, digo, no lo del antojo de la madre. Aunque tampoco pondría yo la mano en el fuego por esto último.

Pero, joder, no sabíamos cómo sería la cosa, qué coño se nos infundiría, que era oír aquellas palabras, ver la mirada acuosa y cortante que nos echaba (clavaíta a la de la madre cuando lo del jolgorio del bautizo; qué gran verdad eso de “de casta le viene al galgo”) y a quienes les entraba el pánico, pero el de verdad de la buena, ese que acojona y paraliza los miembros dejándote a merced de tu verdugo, era a nosotros. Poquitas bromas con el Pánico cuando se pimplaba, que ahí no conocía ni a la madre que lo parió.

Poco más se puede decir: Pánico era enjuto pero fibroso, achaparrao pero recio, borrachín a ratos pero siempre cumplidor. Así, a primera vista, ya te digo yo que engañaba.

Feo como un dolor, sí, mas, y a pesar de la que le había caío encima con la tontá del padre, buena gente como pocos en este pueblo.

A este no le pusimos mote, que bastante tenía ya el pobre con la gilipollez paterna.

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