viernes, 16 de noviembre de 2012

El cuchillo de la abuela


La abuela manejaba el cuchillo con una destreza propia de sicario reincidente, de malevo porteño, de gurka al asalto, de matarife municipal con quinquenios de servicio a cuestas. Un cuchillo de cocina pequeño, casi insignificante, el más raquítico del lote, pero de una eficacia implacable, sin tacha alguna a la hora de pelar los tomates o las naranjas, de mondar las patatas o desnudar los ajos para el guiso… O, y vamos a lo que vamos, para cortarles el pescuezo a las gallinas y conejos de un certero tajo sin un pestañeo de más, sin escrupulosos titubeos ni zarandajas sensibleras. Aquel humilde cuchillito con ya añejas mataduras en las cachas era un arma letal como pocas en manos de la vieja, una, como si dijéramos, guillotina portátil y de andar por casa. La verdad es que patatas y tomates, cebollas o lechugas pelaba más bien pocos, que no era ella precisamente una forofa de tubérculos, forrajes ni hortalizas: 
-A ver, hijos míos -nos aleccionaba con esa vocecilla que tenía de no haber roto un plato en la vida-, sentaos aquí conmigo y hacedle caso a la abuelita, que nunca os ha mentido: De lo que come el grillo, poquillo. ¿Vosotros habéis visto algún bicho de esos que estuviera gordo? ¿A que no? Pues ahí lo tenéis. Blanco y en botella... Era también muy refranera, ya lo habréis notado.
Una santa, la vieja. Pero el día que tocaba ave o mamífero en el menú se apuntaba voluntaria la primera para suministrar la materia prima al puchero, limpita de polvo y paja. Ya desde primera hora de la mañana, y sabiendo el menú del día, le entraba una especie de comecome nervioso que no auguraba nada bueno para el censo de la fauna de corral. Una chispa con algo de sicópata, tirando a criminal, asomaba de repente a su mirada durante la sangrienta faena. No sé, pero siempre he sospechado que aquello le gustaba más de la cuenta, que disfrutaba de lo lindo con las domésticas matanzas. Las gallinas la veían aparecer por la puerta que daba al corral con el cuchillito en la mano y se arracimaban en el rincón más alejado cacareando histéricas y cagándose de miedo. ¡Y mira que ya eran guarras de por sí, sin amenazas en el horizonte ni nada parecido! Aunque de poco les valía, pobrecitas: la vieja, con una admirable pericia entrenada durante años y años, atrapaba a la infortunada a la que le hubiera echado el ojo mientras iba de camino (un poco al voleo, porque en el fondo le daba igual una que otra, todo hay que decirlo, ella lo único que quería era matarla), y entre la algarabía de pánico de las demás volátiles la sujetaba bien firme entre las piernas, le aplicaba un giro brusco en el cuello, y zas… a otra cosa, mariposa. A la desdichada plumífera no le daba tiempo a decir este pico es mío. Acto seguido le daba un corte en el pescuezo y la ponía boca abajo para facilitar el desangrado. A los conejos, en cambio, que se debatían como demonios tirándole mordiscos y zarpazos barruntando la putada que se les venía encima, temiéndose lo peor, los enganchaba por las orejotas para sacarlos de la jaula y los despachaba (como karateca con enaguas, como ninja de refajo y alpargatas, como monje saholín ducho en el acogote) de un golpe seco en la nuca con el canto de la mano antes de meterles la cuchillada de gracia para desangrarlos. Conseguido esto era digno de ver cómo, luego de hacerles unos livianos cortes a tal fin (aquí semejaba a una patóloga forense, tales eran la exactitud y maestría en la incisión), les quitaba la pellica entera sujetándolos por las patas y dando un seco tirón hacia abajo. Después de la expeditiva escabechina, porque con la maña que tenía aquello era un visto y no visto, un aquí te pillo aquí te mato, un vámonos que nos vamos, limpiaba la sangrante hoja de metal refregándola un par de veces en un viaje de ida y vuelta por el mandilón que se plantaba encima de la falda no bien se levantaba de la cama y que ya no se quitaba hasta la hora de acostarse de nuevo. A los tres o cuatro días, con toda la mugre de las faenas caseras acumulada en la tela y la sangre reseca, el mandilón se sostenía en pie por su cuenta y riesgo. Algunas plumas y pelos de sus víctimas se le pegaban también a las suelas de las zapatillas de paño e iban dejando un rastro delator del estropicio mortal allá por donde pasara.
El resto del día lo pasaba de manera más pacífica. Tú la veías frente al espejo peinándose con parsimonia su larga melena, yendo a su misa diaria con aquellos pasitos como de gorrión, desgranando su rosario monótono y vespertino, dando su paseíto apoyada en el bastón y chinchorreando sobre vete a saber qué con las comadres de su quinta, y parecía una ursulina de permiso. Un alma de dios, vamos. Con razón dicen que las apariencias engañan. Pero de cojones.
-Ay, Señor, Señor, llévame pronto -suspiraba de vez en cuando y sin venir a cuento en esos momentos en que parecía tomarse un respiro del hogareño trajín-. 
El Señor, claro, que seguramente tendría mejores cosas que hacer que llevársela con él, o simplemente que no le daba la real gana, no le hacía ni puñetero caso, pero la vieja, el día que le daba por ahí, porfiaba tercamente en su viajero deseo hasta ponernos la cabeza como un bombo. Cuando empezaba con la retahíla machacona había veces que nos entraban ganas de matarla para darle el gusto y que se callara de una puñetera vez.

Cuando le preguntábamos por aquella habilidad suya con la puntilla, de dónde le venía semejante maestría con el acero, digna de espadachín mosquetero, de esgrimista olímpico, de artista circense incluso, sonreía enigmática y no soltaba prenda. Daba un poco de miedo, la verdad. Había noches en que soñaba con ella paseándose a oscuras por la casa como una sonámbula y con la hoja del cuchillo brillándole en la mano bajo aquella sonrisa inquietante. En tales sueños, la ya septuagenaria madre de mi madre no parecía albergar las mejores intenciones durante sus  paseos de madrugada. A su lado, Jack Nicholsosn en El resplandor (y mira que acojonaba el tío pegando hachazos a las puertas con aquella expresión de demente), un bailarín con tutú, un decorador sarasa, un repartidor de pizzas primavera.
Mi única y penosa protección ante la feroz pesadilla de verme agujereado como un colador por el cuchillo de mi abuela consistía en taparme lo más posible con la manta o la sábana, convertirme en un bulto anónimo e inmóvil (entre otras poderosas razones porque el pánico me paralizaba las piernas), y rezar lo poco que sabía (que era exactamente eso, más bien poco) para que en la ronda nocturna cuchillo en mano no le asaltaran de repente instintos homicidas y me tomara por un gallo capón o algún gazapillo indefenso con los que seguir practicando su pericia de psicópata.
Normalmente era de moño. Pero los días de matanza y proteínas animales en el menú, vaya usted a saber por qué, sería una manía, se recogía la melena ya casi nívea, aunque todavía moteada de gris aquí y allá, en dos grandes trenzas que luego enrollaba en rodetes a los lados de la cabeza sujetándolos con horquillas. De tal guisa, parecía un trasunto andante y a medias entre la Dama de Elche y la Bicha de Bazalote. Aunque si la cosa urgía, con el moño iba que chutaba, que tampoco es cuestión de ser más papistas que el Papa.
Le gustaban mucho las crestas de gallo fritas, el vino de pitarra, las aceitunas machás y, esto siempre antes de acostarse, un buen mendrugo de pan migado en la leche calentita servida en un tazón de barro desportillado y casi tan rancio como ella.
Menuda elementa la vieja.
De más está decir que nunca le tuvimos demasiado afecto.


2 comentarios:

  1. Narración acojonante en todos los sentidos. Me ha dado miedito.

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  2. Excelente relato, Elías. Seguro que la vieja (cuyo retrato, por encima de la veta tremendista, a veces hasta alcanza rasgos dostoyevskianos) sonreirá en su limbo.

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