jueves, 22 de diciembre de 2011

Álvaro Cunqueiro (Centenario)


Hace unos días recibí en mi buzón el nº 5-6 de la estupenda revista La Isla de Siltolá. En ella, una espléndida nómina de autores, encabezada por un poema inédito de Juan Ramón Jiménez, sin lugar a dudas uno de los mejores poetas que ha dado la lengua española en toda su historia.
En sus páginas encontró refugio y acomodo el siguiente texto que escribí hace unos meses como homenaje a Álvaro Cunqueiro, otro grandísimo escritor de quien hoy se cumple el centenario de su nacimiento.
He querido esperar hasta hoy para colgarlo en esta ventana haciéndolo coincidir con la fecha de su nacimiento.

Poeta y fabulador, articulista y gastrónomo, Cunqueiro ha sido, también sin duda para quien esto suscribe, uno de los nombres imprescindibles del siglo pasado en nuestra literatura.

Maese Cunqueiro 

Para el gran fabulador, in memoriam

En el mundo que por mío tengo, y en tanto natura me dé fuerza y posibles para ello -favores ambos que espero disfrutar gozosamente durante luengos años-, pláceme confesar a tan singular y distinguida audiencia que no ha de faltar nunca cobija en el lecho ni plato a la mesa, que es como si fuera decir (y permítanle la licencia poética a este humilde relator) un lugar destacado en los estantes de mis libros más amados, para el fantasma de maese Cunqueiro, mozo que fue del hermoso lugar que dicen Mondoñedo, donde en el siglo pretérito, y en jornada de antevísperas de la Natividad del Señor, vino a nacer en familia boticaria -de lo que mucho presumía-, allá por la Mariña Central en la provincia de Lugo, serena y noble villa distante algunas leguas de las indómitas aguas cantábricas y no lejos tampoco de sus también rebeldes primos astures y a la que, en tiempos harto alejados del presente, le cupiera el honor de ser una de las siete capitales del Antiguo Reino de Galicia con su sede episcopal, su catedral con dos órganos, sus tejados de losa contra la lluvia y el viento y sus calles húmedas de piedra y niebla.
Término este mismo donde descansa por partida doble: su cuerpo mortal, en el Viejo Cementerio de San Lázaro, patrón de los pobres (aunque tampoco paréceme mal capitán para dar esperanza a los difuntos, que se levantó de su tumba tan pimpante y dispuesto en cuanto el nazareno se lo pidió); su efigie, en estatua sedente, mirando eterno, despejado de ánimo y libre ya y para siempre de infortunios terrenos, el discurrir de los días -ora calmos, ora atareados- en una plaza principal de la suya villa materna.
Vino a entregar su alma de hombre al Señor -camino ya de presumir de los setenta- el día en que cumple su paso anual febrerillo el loco, en el tiempo de los almendros florecidos, y en Vigo localidad, allí por donde dicen que la mar bravía -que está en el espíritu de esas aguas ser inquietas de por sí, y la inquietud, como es bien sabido de antiguo, turba el reposo, frunce el ceño y agria el carácter- se recostó mansamente para descansar un momento de su infinito ajetreo tras bajar, agotada de tanto naufragio y galerna, desde el finis terrae, dejando marcados, agradecida por la calidez y hospitalidad gallegas, sus dedos de espuma en la tierra y disponiendo su huella salobre en forma de rías que dicen baixas, con meloso acento, por aquel verde noroeste.
Grande, a fuer de discreto, poeta, maese Cunqueiro, intitulado Álvaro en su nombre principal, y aun Mora por honor de madre, diose también a cultivar con ahínco y talento fuera de lo común ese otro género de las letras que dicen prosa, gracias a lo cual tuvo largos y fructíferos tratos con plumíferos y letraheridos de toda estirpe y condición que velaban las armas de la palabra en gacetillas y periódicos; y alguno de estos diarios, de nombre marinero y luminoso y venerable, maese pilotó durante años con mano firme e ilustrada.




No habrán de fatigarse tampoco mis ojos recorriendo, dulcemente demorados y en perpetuo asombro y arrobamiento, las innúmeras páginas salidas de su pluma de ave ligera en esas tardes lluviosas tan del gusto norteño; ni querrá mi seso escaso trancar sus puertas -antes al contrario, que ha de abrirlas presto y sin demora a su llamada, incluso a horas de poca honra para visitas y cumplidos- a las tan bellas y extraordinarias historias literatas sembradas de pícaros y princesas, clérigos de aldea y damas viudas, sufrientes ganapanes y valerosos caballeros, embrujos y sirenas…, que ensoñaba, morriñoso y en dos lenguas, en su magín de galaico, de celta y de bretón.
Porque siempre me fue de gusto saber de los asuntos y fábulas de sus paisanos, de sus amoríos y melancolías, de sus lances e infortunios -que de ambos les acontecieron de sobra al correr de los siglos y de los que maese nos puso al corriente- mediante antiguos encantamientos y hechizos de mago o bruja.
Que era don Álvaro, aparte de “vago, fantástico y cordial”, como él mismo gustaba de decirse, letrado en muchos conocimientos -y con todos los compartía, que nunca fue egoísta de lo suyo- de heráldica y nigromancia, de cetrería y perfumes, de quincalleros y saltimbanquis, de obispos y sanadores, de cosas de tierra adentro y de los espíritus del aire y el agua, de la buena mesa y mejores caldos, de hierbas salutíferas y venenos de reptil…
Y de todo ello, y aun de gentes y leyendas y sucesos de más allá de tierras ignotas y océanos sin surcar todavía, estaba al tanto don Álvaro sobremanera, y muñirlo y contarlo como pocos sabrían también estaba en su gracia y en su don.

(“Y que lo más propio mío es sumar noticias que muestren lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana”). 

Asuntos todos éstos -y otros muchos que no cito en detalle por no hacerme de fastidio ni cansar en demasía al respetable- que medran a su antojo cual perrillos cimarrones, cual gatos monteses, por sus tan mentadas fábulas y aventuras, fuente, las más dellas, de asombro y gozo para los leídos, y también para los que no lo fueren por desgracia de cuna pobre, mas no se recatan en la atención y el respeto al que los cuentos dice, y son gustosos de escuchar.
Y puestos ya en decires y secretos, y antes ir acabando, he de confesar a usías -al abrigo amable de esta santa compaña, de esta lumbrecilla y este vinillo que parece vivo todavía, tal me agita la lengua y se me mueve por dentro buscando sus propicios rincones- que mi señor don Álvaro es de mi muy grande admiración, por su sapiencia de sabio humilde; que de humildes es compartir con extraños, como hago yo ahora mismamente con vuecencias siguiendo su ejemplo, y sin hacer gala de ello ni esperar favor o ventura alguna a cambio, los dones y saberes de que uno disponga.


Y ahora, discúlpenme, señores, la pausa, pues he de hacer cumplido honor a las viandas que me esperan, y que con tanto tino y acierto -la presencia del plato así lo atestigua- la dulce mesonera ha preparado y acercado hasta esta mesa, el Señor bendiga sus manos hospitalarias y hacendosas. Porque es de ley, y nuestra naturaleza así nos lo demanda sin faltar ni un día, darle al cuerpo sólido alimento y líquidos amables, y callar la parla de cuando en cuando.
Para que vayan ustedes abriendo boca en tanto yo abro la mía y doy cumplida cuenta del sustento, ahí, en esos pliegos que en vuestra mano tenéis, en esos humildes dípticos por mi mano transcritos -y seríame de gran agrado que ustedes los guardaran en recuerdo de esta jornada-, es fácil comprobar de cierto cuanto de mi maestro os he referido.
Y si de vuestro gusto es, y en vuestra voluntad está, otra jarra de rojo néctar para este cansado y demasiado hablador viajero sería festejada como merece, siéndome de gran desagrado que no brindaran y bebieran conmigo a la mayor gloria de mi señor Cunqueiro.
Que no quisiera yo andar en dimes y diretes ni figurar en coplillas de ciego a cuenta de mi tacañería de boca ni quedarme corto en alabanzas que de justicia son.



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