A
veces tenemos recuerdos que no sabemos. De golpe nos asaltan imágenes y
sensaciones que estaban ahí como en suspenso, arrumbadas en algún archivador
polvoriento en el desván de la memoria pero pendientes de su oportunidad para
salir de nuevo a escena; son como esos peces del fango que se tiran años y años
sepultados en el barro reseco esperando una lluvia benefactora que los libere
de su sarcófago de olvido y tierra resquebrajada; como esa actriz en declive
que un joven director rescata de su retiro y pone de nuevo en escena para
alegría de sus fans; como esas plantas prehistóricas que florecen una vez cada
decenios tan solo para morir un día después y comenzar un nuevo ciclo vital
desde el germen que han dejado. O tal vez son más semejantes a minúsculas
carcomas que, armadas de paciencia y tercas en su voracidad, un día cualquiera empiezan
a horadar laberintos y túneles en la viga de madera (la memoria) minando la
materia que es su morada y alimento hasta derrumbarla entre nubes de serrín y
morir con ella.
Un
olor, una mirada, el vuelo de una falda, una canción… son motivos suficientes
para que ese pez del fango, esa planta antigua renazcan y florezcan de nuevo.
Foto de Emmanuel Sougez
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