Para Antón Castro, que hoy me alcanza la edad
Para
ser sincero, tengo que comenzar diciendo que mi trato con las bicicletas nunca
ha sido de íntima amistad. Tal vez porque de crío nunca fui propietario de
ninguna y tuve que aprender a montar en una ajena, de color túnica de obispo y
con guardabarros, timbre, y un faro medio ciego con el borde cromado. Una bici
de chico, por supuesto, faltaría más; las de chica, que se diferenciaban de las
nuestras en que les faltaba la barra horizontal que hermana manillar y sillín,
solían llevar también una cestita de mimbre o tela basta y estar pintadas en
colores, digamos, poco varoniles (rosa chicle, verde pastel, amarillo
chillón, lila damisela…), eran, pues eso, de chicas, o de “lilas”; en todo
caso, no aptas para que machotes como nosotros fuéramos vistos pedaleando
alegremente encima de cualquiera de ellas bajo ninguna circunstancia.
Los
chaveas del barrio las alquilábamos por horas en el negocio que un listillo
tenía montado medio de extranjis, en plan clandestino, en el patio de atrás de
su casa. O eso creía él. Porque allí todo el mundo sabía que el trapicheo que se
traía el espabilado aquel con las
bicis mercenarias no era más que una tapadera para otros asuntos de más
enjundia y beneficio. Todos, faltaría más, tipificados
más que de sobra en el Código Penal.
Mi
escasez de trato con las bicis acaso provenga de una aciaga tarde de domingo en
que tuve la brillante idea de gastarme la mayor parte de mi paga semanal alquilando la que más me
gustaba para darme un garbeo extramuros del barrio a mi aire, en plan chulillo.
Dos horas de pedaleo para mí solito, sin compinches pedigüeños dando la tabarra
alrededor como moscones. Gloria bendita, pensaba yo. Pero ya, ya. No, si bien
dice el refrán que a perro flaco todo se le vuelven pulgas y que la avaricia…
ya se sabe.
Bueno, a lo que íbamos, que se me calienta la lengua y la lío. Llevaría unos diez minutos dándole a los pedales como gregario en contrarreloj, igual que rodador en solitaria escapada, tal que velocista olfateando el esprín y el triunfo de etapa, cuando me interné en una zona poco explorada aún por nosotros. Al no conocer bien el terreno, salí a toda pastilla de unas curvas que parecían un sacacorchos y, casi sin darme cuenta, me encontré por sorpresa con una pronunciada y cabrona cuesta abajo que según me deslizaba por ella más cabrona se volvía. Claro, que al que tuviera que enfrentarla hacia arriba tirando de riñones no le arriendo tampoco las ganancias.
Bueno, a lo que íbamos, que se me calienta la lengua y la lío. Llevaría unos diez minutos dándole a los pedales como gregario en contrarreloj, igual que rodador en solitaria escapada, tal que velocista olfateando el esprín y el triunfo de etapa, cuando me interné en una zona poco explorada aún por nosotros. Al no conocer bien el terreno, salí a toda pastilla de unas curvas que parecían un sacacorchos y, casi sin darme cuenta, me encontré por sorpresa con una pronunciada y cabrona cuesta abajo que según me deslizaba por ella más cabrona se volvía. Claro, que al que tuviera que enfrentarla hacia arriba tirando de riñones no le arriendo tampoco las ganancias.
Cuando
eché mano de los frenos para intentar evitar el desastre que se veía venir resultó
que ellos también sabían que era domingo y estaban de fiesta por ahí; quiero
decir, que no estaban en absoluto. Y lo peor es que ya no había vuelta atrás
que valiera. Podría haber intentado desmontar a la carrera y que la bici se las
apañara sola con la cuestecita de los huevos, pero me acojoné, lo confieso, porque pense que podía ser peor el remedio que la enfermedad: semejante acrobacia se
la había visto hacer cientos de veces a mis amigos con una naturalidad sorprendente
pero yo, que queréis que os diga, nunca me atreví con ella. Cobardón
y torpe que es uno.
El
caso es que ante su descortés falta de respuesta a mis múltiples, y ya cercanos
al histerismo, requerimientos, intenté frenar a la desesperada con la también temeraria
maniobra de introducir el zapato entre el cuadro y la rueda trasera tal y como
hacíamos otras veces sin pensar ni por un momento en el peligro que aquello suponía; más
que nada, porque te podías joder el pie por dos o tres sitisos en lo que chasqueas los dedos o te
sorbes los mocos. El recurso de urgencia no funcionó ni de coña: con la suela
del zapato echando humo igual que un tubo de escape acabé estrellándome de frente y
a toda leche contra un bordillo. La montura, como era de esperar, se resintió
malamente y, como si producto del rabioso tropezón se hubiera convertido de
repente en alazán indomable en un rodeo, me descabalgó sin miramientos ni respeto
alguno por encima del manillar. Me pegué un batacazo morrocotudo contra la valla de chapa de
un almacén (y había sus buenos tres o cuatro metros entre uno y otra, entre
bordillo y valla, distancia que atravesé volando en décimas de segundo) que
para qué os cuento. Lo que sí voy a relataros son los detalles, harto
desagradables, os lo aviso, de la zurra que me propinó mi madre en cuanto me
vio entrar por la puerta con la camisa de salir y el pantalón nuevecito (de tergal azul, no se me olvidará nunca) hechos unos zorros y medio
descalzo, o sea, con un solo zapato. Cómo iría de hecho polvo, que de este
último pormenor os juro que no me di ni cuenta hasta llegar a casa. Yo creo que tuve
hasta conmoción cerebral con pérdida temporal de la memoria.
A
mi madre no le ablandó ni un poquito mi aspecto sanguinolento, como de chuletón
poco hecho, gracias a una hermosa brecha en la cabeza, un ojo a la funerala, el
brazo izquierdo desollado desde la muñeca hasta los aledaños del codo, las
rodillas a la miseria, y así como ausente: parecía un ecce homo. Quien me viera
por la calle con esa pinta, pensaría que en un descuido del sacristán el cristo de la
parroquia se había descolgado de la
cruz por su cuenta y riesgo con ganas de darse un garbeo y haciendo de paso un milagro que otro para
no perder el hábito. Pero fue llegar a casa y de milagros nada de nada. Es
más, mi madre ya estaba sobre aviso acerca del origen de mi penosa facha (las
malas noticias vuelan) y, vestida con su traje de combate (bambo de flores,
zapatilla en la mano, palo de escoba cerquita por si acaso…), presta a tomar medidas
punitivas. Como le gustaban las cosas por orden y era gente de costumbres, la
autora de mis días no se anduvo con pamplinas ni rodeos: sin darme ocasión para
abrir la boca y soltarle alguna milonga mínimamente creíble con vistas a
aplacar su segura furia justiciera, en cuanto me echó la vista encima con aquellas pintas aplicó de inmediato sobre mi maltrecha
anatomía su habitual correctivo ante mis también frecuentes desmanes,
voluntarios o no: primero me sacudió la badana a modo, que parecía que quisiera
rematarme de cómo me atizaba (como si se arrepintiera de haber parido semejante
incordio), y luego, ya más tranquila y relajada, empezó con las preguntas
pertinentes al caso aunque de vez en cuando todavía se le escapaba algún
guantazo en el cogote durante el proceso de interrogatorio (que digo yo que para qué tanta pregunta si ya sabía la
respuesta de boca de las cotillas. Y seguro
que con algún “adorno” de más), me limpió un poco el estropicio sangriento antes de
castigarme a la cama sin cenar, sin paga durante tres meses como mínimo (yo creo
que tasó al vuelo el coste de pantalón y camisa mientras me lustraba el pellejo)
y, como postre, lanzarme la manida amenaza de “ya verás cuando venga tu padre y
se lo cuente”. Pues vale, mama. Para cenitas estaba yo después del percance
mecánico y la tunda parental, no te digo. Por cierto, que mi padre, después del chivatazo
materno con exhaustivo despliegue de pruebas incluido (la camisa sanguinolenta, el roto del pantalón,
el zapato viudo…) pasó ampliamente del tema. Menos mal y ole por él. Porque el cabeza de familia sacudía muy raramente,
que vendría cansado del tajo el
hombre, pero cuando lo hacía, uf, válganme la Macarena, la Pilarica y la Blanca
Paloma juntitas y en amor y compaña. Un respeto con el viejo cuando sacaba la
mano a pasear y atinaba en carne. De pronóstico reservado para arriba.
¡Qué
trauma, tú! No os digo más que tuve que dejar de seguir la Vuelta y el Tour por la
tele porque era ver una bici y, cual perro de Plavov con el reflejo bien condicionado, empezaba a bizquear producto de las migrañas.
Todo
esto después de devolvérsela al dueño, al que se le puso la cara como un
traje de payaso (parecía una sepia en celo cambiando de color a cada
instante) cuando vio el lamentable aspecto del velocípedo: la rueda delantera
como un tirabuzón, el manillar y los radios al bies, el faro colgando y hecho
añicos, sin pedales, la cadena arrastrando por el suelo… Talmente una escultura
cubista salida del caletre de un sujeto que no estuviera en sus cabales: lo
único que medio funcionaba era el timbre. Siniestro total, que dicen los de los
seguros. ¡Qué cabreo se cogió el tío cuando vio el estado de la bicicleta! ¡Pues ni
que fuera la del Eddy Merckx, no te jode! Y tampoco me parece a mí que fuera para tanto escándalo. Un accidente lo
tiene cualquiera ¿no?
Al
barruntar el cariz que podía tomar el asunto de ahí en adelante (los cambios de
color del careto del fulano eran ya como de fuegos artificiales en feria pueblerina el día grande), me
faltó tiempo para cortar en seco las explicaciones, soltarle la chatarra de mala manera en la
puerta del patio y salir a escape mientras aquella fiera corrupia descargaba
sobre mí y mi árbol genealógico al completo toda la sarta de barbaridades que
se le venían a la boca del tirón: de hijoputa para arriba pensad las que queráis y acierto seguro. Arrancó a
correr tras de mí con una mala leche que daba miedo. Afortunadamente, como el tipo era rengo de los de zapatón de un palmo y esprintando daba poco de sí ya que el engorro del artefacrto pedicular le lastraba más de lo
que hubiera deseado en ese preciso momento, desistió al poco de la persecución y lo
dejé atrás en un santiamén. Porque si me llega a entallar me desloma allí
mismo con la cadena del trasto aquel. Cuando miré hacia atrás sin aflojar la velocidad de las zancadas lo vi con la bisagra doblada,
las manos en las rodillas y resollando congestionado
como un fuelle de chimenea con un ataque de asma.
Algún
tiempo después, cuando me pareció que la cosa se había enfriado lo suficiente y
mi madre reinstauró la paga, volví a intentarlo, pero el cojo, que de pies no
andaría sobrado pero tenía memoria de elefante
y era un tanto rencoroso, se negó en redondo a alquilarme otra bici nunca más.
En el breve tiempo que estuve por allí no vi mi favorita colgada de su gancho en la
pared. Imagino que no hubo manera de arreglarla y la desguazaría para repuestos.
Espero que no hiciera también algún apaño chapucero con los frenos traidores,
aunque no me extrañaría ni un pelo dada la sórdida catadura del sujeto.
Algo
más tarde de todo aquello, todavía convaleciente de las lesiones, fui con mis
tres compinches al lugar de los hechos para
que dejaran de darme la matraca con el suceso: -Aquí, aquí
fue donde me pegué el hostiazo -les decía ufano con el brazo en cabestrillo,
como si aquello hubiera sido una hazaña digna de estatua en la plaza mayor y no algo que, entre el accidente y mi
madre, estuvo en un tris de llevarme en volandas al otro barrio por gilipollas y egoísta además de cobardón.
-Joé,
tú -preguntó uno. ¿Y hasta aquí volaste? ¿Pues a cuánto ibas, macho?
-Pues
sí señor, hasta aquí, hasta aquí -confirmé yo señalando con el brazo bueno el
punto exacto del topetazo (un bollo más que aparente en la valla lo confirmaba) mientras nos
echábamos unas risas.
Pero
no todo fue tan cutre en mi relación con los vehículos de dos ruedas, radios,
cadena y pedales: también, y aunque os parezca mentira a tenor de lo dicho
hasta ahora, hubo lugar para la poesía, el erotismo y la sensualidad. En un ya remoto verano, una
de las ocupaciones preferidas de mi pandilla para matar el tedio era ver pasar a “la
chica de la bici”. De lunes a viernes, sin faltar ni una, todas las tardes
aparecía aquella diosa del ciclismo por la acera de enfrente a la nuestra unas
veces montada en su bicicleta, otras caminando con parsimonia junto a ella. Los
fines de semana, libraba. ¿De dónde había salido semejante belleza? ¿Por qué
sólo aparecía las tardes laborables? ¿En qué afortunado lugar se metía por las mañanas y los sábados y domingos? ¿De
dónde venía o hacia dónde iba semejante belleza dejando a su paso aquella estela casi física de
sensualidad y deseo? Ni puta idea. Lo extraño, lo he pensado muchas veces desde
entonces, es que en una de esas no se nos ocurriera seguirla con lo cotillas y
puñeteros que éramos. Pero así fue: juro con una mano encima del Decamerón y la
otra en el Kamasutra que nunca la seguimos. Por estas. Eso sí, no le quitábamos
ojo desde que doblaba la esquina por la que aparecía hasta la otra, distante apenas treinta o cuarenta metros, por donde se
esfumaba hasta el día siguiente. O hasta el lunes, si acaso era viernes. Durante
el breve tiempo que duraba el paseíllo de la bella misteriosa frente a nuestro
asombro, nos resultaba imposible quitarle la vista de encima a tan sublime
aparición. Ella ni nos miraba, claro, pero esto es de comprender; si yo hubiera
estado en su lugar, desde luego no hubiera perdido ni un segundo en posar la
mirada sobre la cuadrilla de ganapanes que formábamos: cuatro imberbes en
pantalón corto agachados en cuclillas comiendo pipas o mascando chicle con la
boca abierta; o sentados en el suelo con las rodillas dobladas y los ojos como
platos. Estábamos como hechizados, coño: parecíamos marionetas de cartón piedra en el descanso de
la función de un titiritero loco.
La
chica, que como en el clásico chiste de la disputa y el viejo medio sordo ya no
lo era tanto (nos sacaría sus buenos seis o siete añitos, que a esa edad entre
la adolescencia y la juventud son todo un mundo por explorar, una trinchera
casi insalvable, un acantilado cabrón como campo de minas), nos traía a mal
traer, cada uno con su particular condena a cuestas: si a uno le gustaba su
culo (no el trasero ni los glúteos, no, que eso no son más que pamplinas y
cursilerías modernas, sino el culo culo de toda la vida), el otro bebía los
vientos por sus labios de mora o fresa; si el otro se quedaba atontado fijándole las tetas en su punto de mira como un
francotirador que no tiene ojos para nada más, el uno se embelesaba con la
finura y elegancia de las manos; si este bizqueaba mirándole el doble y dulcísimo tobogán de las piernas, el
que aspiraba a poeta todavía sin saberlo no paraba de dar bombo al ámbar dulce de
sus ojos y el embrujo de su mirada, sus elegantes y sinuosos movimientos de
gacela o el temblor de seda y oro de sus cabellos a merced de las cambiantes y
embriagadoras luces del crepúsculo. El poetilla en ciernes un día hasta le
escribió (bueno, la verdad es que lo copió de un libro del cole pero le quedó
fetén) un poema de lo más cursi con la secreta esperanza de atreverse a dárselo
algún día. De un tal Darío, creo recordar, aunque no pondría la mano en el fuego por el dato exacto. ¿Será por poetas cursis? No hubo tal, porque tan solo de pensar que
para dárselo tendría que acercarse a ella ante la mirada zumbona de los demás y el pasmo, o
la sorna, de la muchacha, le entraba una flojera en las tripas y las piernas
hasta extremos difícilmente imaginables. Dejando aparte, claro, que si los colegas llegan a enterarse de
lo del poema les hacen picadillo a los dos allí mismo. A él y al poema. Pues
anda que no eran cazurros el Tasio, el Anacleto y el Manolo. Bueno, y aquí
entre nosotros, guardadme el secreto, yo también, pero tampoco voy a ir por ahí tirando piedras
contra mi tejado ni dándole tres
cuartos al pregonero. Los versillos plagiados acabaron pudriéndose en el
bolsillo del pantalón corto perdidos entre canicas, chapas, munición para el tirachinas,
plumas de verderón o jilguero, el zumo churretoso de alguna golosina hecha papilla…
Ignoro
si desde entonces el resto de la panda se habrá ido de la lengua en algún
momento, aunque espero que no porque los pactos son para cumplirlos, pero lo
que es yo no pienso contar aquí, que hay niños despiertos, las maniobras
orquestales en la oscuridad con las que me solazaba a diario en cuanto le
echaba el pestillo a la puerta del servicio o en la oscuridad de la madrugada en la cama, y me ponía a imaginar cositas ricas, o guarras, con la
solitaria rodadora encima del sillín como principal protagonista. Esto ya os lo podéis imaginar vosotros
solitos. Pero que conste en acta que yo no lo he dicho. Entre nosotros sí que
nos contábamos con todo tipo de detalles, con pelos y señales, los pecados
contra la carne que cometíamos a diario. Y no sólo pensando en ella, aunque justo
es reconocer que se llevaba la palma ya que era la que teníamos más “a mano”:
en el saco de Onán entraban también en revoltillo, sobre todo los fines de
semana, actrices, cantantes, esa joven amiga de nuestras madres o hermanas,
profesoras del cole, alguna monjita de las de la guardería de los mocosetes… Cuando
nos poníamos con el tema no se nos escapaba ni una.
Lo
más curioso de todo es que antes de aquel verano a la
chica de la bici no la habíamos visto jamás por el barrio. Ni volvimos a verla
después nunca más, sola o acompañada, con o sin la bici, fuera verano o
invierno. Simplemente se esfumó: un día no apareció como de costumbre y hasta
ahora. Por no saber, no sabíamos ni cómo se llamaba. Su efímera y turbadora presencia
en nuestras vidas fue como un súbito fogonazo para espabilarnos las hormonas y
sacudirnos la estival modorra que penábamos como galeotes.
Aquella
chica, estoy convencido, tenía algo especial que nos impedía comportarnos hacia
ella con las habituales desvergüenza y burricie con las que acosábamos a las
demás muchachas del barrio. Como si fuera un puerto de primera categoría inalcanzable para ciclistas
aficionados.
Con
deciros que ni siquiera nos atrevimos nunca ni a silbarla.
Imagen: Nina Leen
Supongo, Elías, que te ha llegado mi comentario por correo.
ResponderEliminarAbrazos.
Hace un minuto te he enviado la respuesta.
ResponderEliminarAbrazo (con más pinchos)